El presidente de la CEOE, Juan Rosell, dice que el empleo estable "es un concepto del siglo XIX" y que, en adelante, "el trabajo habrá que ganárselo todos los días". Tiene toda la razón, si obviamos la estupidez histórica de considerar que el siglo XIX fue una especie de paraíso laboral: la jornada laboral rondaba las quince horas diarias, más de la cuarta parte de la mano de obra estaba formada por niños de ocho a quince años que apenas tenían salario, las mujeres cobraban la mitad que los hombres y éstos ganaban lo justo para poder sobrevivir; los obreros vivían junto a las fábricas en barrios que carecían de ningún servicio público, entre la basura... Obligar a los políticos a poner unas mínimas normas a los empresarios que garantizaran, no el empleo estable, sino unas condiciones de trabajo mínimamente humanas costó décadas y sangre a los trabajadores organizados en sindicatos, que para eso se crearon. Pero no debe sorprender la profunda ignorancia de los líderes empresariales, que han pasado de no tener ni estudios básicos a las Escuelas de Negocios en las que sólo aprenden a ganar dinero: no olvidemos que, por ejemplo, uno de los profesores que las MBAs se rifan es Louis Ferrante, un capo de la mafia sin estudios ni otra experiencia que organizar atracos.
Juan Rosell es uno de los que así lo han decidido. La pregunta es si lo conseguirán... y sí, ya lo están consiguiendo, por el mismo motivo por el que, en el siglo XIX, tenían derecho a azotar a sus trabajadores, despedirles sin paga si enfermaban o hacerles realizar trabajos extremadamente peligrosos sin ninguna medida de seguridad: porque tienen a los políticos en sus manos; porque son ellos, las corporaciones, las que realmente gobiernan.
Por eso me irrita que, por ejemplo, a David Marjaliza se le califique en los medios como "conseguidor" y no corruptor. Me encanta que esté "cantando" y lleve a la cárcel a alcaldes, concejales y funcionarios corruptos, pero eso debe reportarle ciertos beneficios penales, no sociales: que le rebajen la condena, pero que no nos lo presenten como alguien más respetable que los políticos que recibían su dinero.
Lo que han hecho los implicados en la trama Púnica no es nuevo ni excepcional. Es lo que ya hacía José María Peña cuando era alcalde de Burgos en los años 80: cogía el plano de la ciudad y recalificaba los terrenos que, previamente y a bajo precio, había comprado el constructor Antonio Miguel Méndez Pozo, repartiéndose los beneficios. La corrupción ha sido norma, más que excepción, antes y después del Caso de la Construcción de Burgos; pero el principal problema no es el dinero sucio que reciben sino a cambio de qué. Hay que meter en la cárcel a unos y a otros pero, sobre todo, hay que alentar el desprecio social hacia ambos, porque eso que se llamó la "cultura del pelotazo" era, precisamente, la extensión a la propia sociedad de una mentalidad profundamente corrupta en la que lo importante era hacer dinero como fuera, y esa mancha de aceite que vertieron algunos grandes empresarios terminó ensuciando a instituciones políticas (y hasta sindicales) y a las propias víctimas de esa corrupción, que se convirtieron en consentidores, cuando no en aspirantes a corruptos. Méndez Pozo, que ya entonces era conocido como "el Jefe", pasó un año por la cárcel, pero siguió y sigue siendo el jefe, no sólo porque haya multiplicado beneficios y ampliado sus negocios (sobre todo, en medios de comunicación) sino porque también ha aumentado su prestigio con cargos como el de presidente de la Cámara de Comercio.
En suma, las corporaciones, que han corrompido la política, han conseguido, además, la aquiescencia social y la perversión del sistema democrático, porque cuando gobierna el dinero sucio del sobre, la papeleta de voto es papel mojado. Las cosas cambiarán si las cambiamos nosotros, la ciudadanía, la gente, las víctimas; y el primer y más necesario cambio es el rechazo radical a toda forma de corrupción. No nos engañemos: si nosotros no obligamos a los políticos a gobernar en nuestro favor, lo harán exclusivamente a favor de las corporaciones y, sí, volveremos al siglo XIX, cuando, como ahora, gobernaban políticos a los que sólo importaban los beneficios empresariales y no las condiciones de trabajo de los obreros, participaran o no en esos beneficios en forma de maletines.
Que el vaticinio de Rosell se cumpla o no depende de a quiénes meta la Justicia en la cárcel y de a quién votemos pero, sobre todo, de que seamos capaces de escupir a la cara a personajes como Marjaliza, Méndez Pozo y sus políticos títeres.