martes, 13 de julio de 2021

El pecado de la carne

 

Todo es cuestión de prioridades. La derecha española se comporta como los adolescentes: prioriza la hostelería sobre la salud. Yo, quizá por mi edad, entiendo que la salud es lo más importante y que lo importante debe primar sobre lo urgente, que, en este caso, es el beneficio económico. Lo mismo sucede con el tema de la carne.

Ante todo, he de decir que no soy vegetariana. Reconozco que más de nueve mil años de historia desde que el homo sapiens inventó la agricultura y la ganadería y cambió todo su sistema social y mental me pesan de forma contundente y también yo aprecio muchísimo un chuletón al punto. Pero un político no puede gobernar en función de sus gustos, sino del bien común y resulta incuestionable que España es el país europeo con mayor consumo de carne: 275 gramos al día, cuando las recomendaciones de los organismos científicos y sanitarios indican un máximo de 300 gramos a la semana (los niños estudian la pirámide alimentaria en Primaria, no es nada que se haya inventado el ministro de Consumo). De hecho, incluso para la Iglesia Católica –evidentemente acientífica- ya era obvio que el consumo de carne era excesivo y perjudicial para la salud –sobre todo de quienes podían permitírselo, a saber, reyes y nobles-  cuando decretó no consumirla 92 días al año (los viernes y la Cuaresma).

Resulta incuestionable que la ganadería es responsable de la emisión del 14,5% de los gases de efecto invernadero, tanto como todos los coches, camiones, trenes, barcos y aviones juntos; que daña nuestra salud (la OMS clasifica la carne procesada como “carcinógena” y la carne roja como “probablemente carcinógena”); que monopoliza la superficie agrícola, merma la biodiversidad por el uso de fertilizantes y plaguicidas sintéticos en la producción de piensos, que envenena el agua con los desechos y monopoliza su uso (para producir un kilo de filete de ternera hacen falta 15.000 litros de agua)…

Pero sí, como carne y desearía seguir comiéndola. No tengo nada en contra de la ganadería ni el consumo de carne en cantidades saludables. Sí tengo todo en contra de las actuales prácticas en la ganadería industrial, como el uso masivo de antibióticos, que ha provocado tal resistencia a los medicamentos que hoy mueren casi tantas personas por infecciones como antes de que se inventara la penicilina. Y, desde luego, tengo todo en contra del trato que se da a los animales. No es una cuestión de “buenismo” ni sensiblería: no creo que los animales tengan alma, como tampoco creo que la tengan los seres humanos. Pero la propia ciencia demuestra que, al menos todos los mamíferos, compartimos innumerables sensaciones y sentimientos, mientras que la industria ganadera quiebra hasta la emoción más básica que compartimos, la del vínculo madre-hijo.

En sus inicios, las religiones sirvieron para justificar que el ser humano se convirtiera en el eje del Universo y estuviera por encima de todos los demás seres, pero aún incluían cierta relación o pacto entre humanos, plantas domésticas y animales de granja. Pero, como señala el antropólogo Yuval Noah Harari, si “durante la revolución agrícola la humanidad silenció a animales y a plantas y convirtió la gran ópera animista en un diálogo entre los hombres y los dioses, durante la revolución científica la humanidad silenció también a los dioses. El mundo pasó a ser un espectáculo individual”. Citaré otro párrafo aún más explicativo para quienes aún no hayan leído Homo Deus: “La agricultura industrial sacraliza las necesidades, los caprichos y los deseos humanos al tiempo que deja de lado todo lo demás; no tiene ningún interés en los animales, que no comparten la sacralidad de la naturaleza humana, y tampoco tiene ningún uso para los dioses, porque la ciencia y la tecnología modernas confieren a los humanos poderes que exceden con mucho los de los antiguos dioses. La ciencia permite que las empresas modernas sometan a vacas, cerdos y gallinas a condiciones más extremas que las que prevalecieron en las sociedades agrícolas tradicionales”.

Y sí, creo que estamos demasiado lejos del Neolítico, pero no de la revolución industrial que, en términos de la evolución, tuvo lugar antesdeayer. Creo que podemos volver a establecer una economía que incluya la ganadería sin torturar a los animales. Y creo que ese propósito debe estar en la parte alta de las prioridades políticas –por importante, pero también por urgente-, por encima del beneficio económico de cualquier sector.