domingo, 12 de abril de 2020

Es el momento





Recordemos: la primera noticia la tuvimos el 31 de diciembre, cuando el Gobierno chino dio a conocer una misteriosa enfermedad que había infectado a 27 personas en ese país. Veinte días después aparecía el primer infectado fuera de Asia (Estados Unidos) y China cierra la ciudad de Wuhan, donde ya hay 400 infectados y 17 víctimas. Tres días después aparece el virus en Europa, con tres casos en Francia, y al día siguiente, en Australia. El 30 de enero, la OMS decreta una alerta internacional, aparecen los primeros casos en Italia y España inicia la repatriación de españoles. Por esos días ya han aparecido casos en Alemania y pronto aparecerán en Reino Unido y Bélgica.  Cuando acaba el mes de febrero, la epidemia se ha disparado en Italia, Corea del Sur e Irán, ha llegado a África, la India y Sudamérica, y se ha extendido por toda Europa, incluida España. El 26 de febrero, con 11 personas infectadas, el Gobierno da las primeras recomendaciones, como dejar las mascarillas para las personas inmunodeprimidas o el desplazamiento a los domicilios de los casos leves para que sean tratados en sus casas.

Marzo empieza con 83 infectados en España. Sí, hace menos de mes y medio la epidemia era pura anécdota, pero dos días después eran 134 y se producía la primera víctima. El día 7, con 103.204 personas infectadas y 3.507 fallecidos, Italia aísla doce provincias. Dos días después, España llega al millar de casos y el Gobierno suspende todas las actividades educativas y, casi inmediatamente, cancela los viajes del Imserso, los vuelos con Italia y los eventos de más de mil personas. Las manifestaciones del 8 de marzo, sin duda, sirvieron como medio de contagio, pero también los muchos eventos deportivos, políticos (el Congreso de Vox, con uno de sus dirigentes portando el virus), los funerales (en uno, en La Rioja, se infectaron 60 personas de un golpe), etcétera, etcétera; es decir, todas las actividades de la vida diaria.

Sólo el 11 de marzo, hace justo un mes, la OMS declara la pandemia, cuando hay más de 118.000 infectados en 114 países y han perdido la vida 4.291 personas. En España son entonces 2.174 los infectados (49 fallecidos y 138 pacientes curados) y el Gobierno toma medidas para garantizar el acceso a medicamentos y material sanitario, y aprueba ayudas para las familias, las pequeñas y medianas empresas y los trabajadores autónomos, así como para la protección de los empleos. Dos días después, tras un brusco aumento de los contagiados, que casi se han duplicado, declara el estado de alarma. A pesar de ello, se produce un desplazamiento masivo de turistas españoles a las costas de levante y del sur y el 14 el Gobierno decreta restricciones de desplazamiento de los ciudadanos, que sólo podrán circular de uno en uno y para ir al trabajo, comprar artículos de primera necesidad o cuidar a niños, mayores o dependientes. Francia, sin embargo, abre sus colegios electorales, a pesar de tener un número parecido de contagios, alrededor de cinco mil. Ese día, por cierto, se identifica en China al paciente número 1.

El ritmo se hace frenético en todas partes. En España el número de infectados aumenta en alrededor de 2.000 diarios, aunque los mayores aumentos se producen en el Reino Unido, con el mayor nivel de fallecidos, sin que el Gobierno tome ninguna medida hasta el día 23. Tampoco en Estados Unidos el Gobierno toma medida alguna, mientras se convierte en el tercer país del mundo con mayor número de enfermos. La Unión Europea cierra sus fronteras y el Gobierno español toma nuevas medidas, entre otras, medidas de orden público y nuevas ayudas a la investigación y a la protección del empleo.

El 22 de marzo, después de tres días sin contagios en China, España prorroga el estado de alarma, llegan los primeros pacientes al Ifema y el Palacio de Hielo se convierte en morgue. El Gobierno ha repartido tests rápidos en hospitales y residencias de ancianos y emite a través de la televisión la programación educativa, mientras se producen las primeras buenas noticias: disminuyen un 13 por cientos los pacientes ingresados en la UCI y en Euskadi -la comunidad que, según un estudio publicado el pasado mes de octubre, tiene, junto con Navarra, la mejor sanidad pública del país- ya se registran más curaciones que muertes.
El 24 de marzo, Italia cierra las empresas no esenciales, cuando tiene ya casi 64.000 casos de infectados y más de seis mil muertos. En España, donde los contagios se acercan a los 40.000 y hay 2.700 fallecidos, se prorroga el estado de alarma; también es de señalar que se han producido ya más de 130 detenciones -con una pena de cárcel- y 200.000 denuncias por burlar las medidas. Al día siguiente, ambos países habrán superado ya a China en número de fallecidos, mientras repuntan los casos en Corea del Sur y Japón.
El 26 sabemos que uno de los lotes de test de diagnóstico rápido comprados por el Gobierno era defectuoso y tiene que devolverse. Lo mismo sucede en otros países, como los Países Bajos, donde recibieron 600.000 mascarillas defectuosas o, sobre todo, Alemania, que perdió 241 millones de euros en la compra de seis millones de mascarillas que nunca llegaron al país, pero sólo en España la oposición política pidió la dimisión del Gobierno. Al día siguiente, el Gobierno empieza a contratar a personal sanitario de otros países y al siguiente, día 28, suprime toda actividad no esencial y aprueba medidas para que los trabajadores afectados no puedan ser despedidos y reciban íntegramente su sueldo a cambio de devolver a la empresa, poco a poco, las jornadas perdidas.
Cuando termina marzo, Estados Unidos duplica ya las cifras de contagios de China y en España hay más de 94.417 infectados (lo que supone más contagiados que en China, pero menos que en Italia y Estados Unidos). El perfil de los fallecidos en España es el mismo que en el resto del mundo: el 85 por ciento tiene más de 70 años y, de éstos, el 60 por ciento tiene más de 80. Se llega al millón de casos en el mundo el día 3 de abril, mientras España parece estar llegando a la fase estabilización -aumentan los infectados pero desciende ya el número de fallecidos- y se anuncia, al día siguiente, la prórroga del estado de alarma.
El 5 de abril, mientras la oposición multiplica la agresividad de sus críticas, sin parangón en ningún otro país, la OMS felicita a España “por el heroísmo de los trabajadores en primera línea, la solidaridad de los españoles y la inspiradora determinación del Gobierno”. Al día siguiente, además de seguir la tendencia descendente de fallecidos, lo hace también la de infectados. A día de hoy, con más de millón y medio de infectados en el mundo, casi cien mil fallecidos y cerca de cuatrocientos mil recuperados, en España continúa la tendencia a la baja que, espero, no lleve al Gobierno a, presionado por la CEOE, bajar la guardia suavizando antes de tiempo la cuarentena.



Visto con perspectiva, creo que en todo lo que se ha hecho y dicho hay errores bienintencionados y errores malintencionados, así como críticas bien y mal intencionadas. Las principales críticas al Gobierno son, en primer lugar, que habría tenido que tomar medidas antes. Me parece bienintencionada, pero no justa, habida cuenta de que esta pandemia sin precedentes ha pillado por sorpresa a la propia Organización Mundial de la Salud, cuanto más a un Gobierno que apenas acababa de tomar posesión. Todos los países nos hemos comportado como espectadores de una película de ciencia-ficción hasta que el virus se ha cebado con “los nuestros”. Pero lo cierto es que España fue el segundo país europeo que decretó el confinamiento, después de Italia, mucho antes que Francia, Alemania y, por supuesto el Reino Unido y cuando aún tenía menos casos de contagios y fallecimientos que esos países.
La segunda crítica, más cruel, es que se ha desatendido a los ancianos (he leído incluso cosas como que el Gobierno ha dejado adrede que los ancianos mueran y hasta se ha relacionado con la aprobación de la eutanasia), lo cual es una crítica malintencionada, sobre todo si viene de un partido que gobierna la comunidad de Madrid, donde residen más de la mitad de los ancianos fallecidos en todas las residencias del país; no creo que sea coincidencia que también sea la comunidad con el nivel más alto de privatización de la gestión, que llega al 60 por ciento de las residencias públicas. Francamente, a quien haya visto algún programa de Chicote sobre lo que se da de comer a los ancianos en esas residencias, no le puede extrañar la masacre. No obstante, a nivel nacional, el porcentaje de mortalidad de España, que está en un 3,72 por ciento, es algo menor que en China (3,95 por ciento) y menos de la mitad de la tasa de mortalidad en Italia.
El tercer gran reproche es la ocultación de datos; aquí ni siquiera sé si hay o no error. Esta es una de esas acusaciones que, al ser pura especulación, no pueden rebatirse, pero más que malintencionado sería estúpido si el Gobierno estuviera mintiendo y no aprovechara para dar cifras mucho más bajas, en tanto sí es malintencionado el reproche cuando el Gobierno de la Comunidad de Madrid se ha negado a facilitar datos de los infectados y muertos en las residencias que gestiona hasta hace sólo dos días (también critica que el ministro de Sanidad no sea médico y pone al frente de la crisis a una mujer cuyo curriculum consiste en haber sido teleoperadora e hija del tipo que privatizó buena parte de la Sanidad pública madrileña) y se niega a realizar ruedas de prensa con la peregrina y a todas luces falsa excusa de que los medios de comunicación prefieren que les den el trabajo hecho y copiar notas de prensa que molestarse en hacer preguntas.
Y sí, en mi opinión y más que nunca, es la intención la que cuenta. Lo importante, en mi opinión, es que hay dos formas de ver y abordar la pandemia, dos intenciones: la que prima la economía sobre la salud (Reino Unido, Estados Unidos, Japón...) y la que prima la salud de los ciudadanos antes que la economía. España ha estado y está entre las segundas. Respecto a la crisis que sobrevendrá después de la pandemia, de nuevo hay dos intenciones: la que quiere, ante todo, salvar a las empresas (caso, por ejemplo, de Alemania) y la que prima salvar a los trabajadores. España, de nuevo, está en este caso. Y aquí la derecha dirá que salvar a las empresas es salvar a los trabajadores, como dijo (e hizo), tras la crisis económica, cuando salvar a los bancos era salvar a los ciudadanos, pero ya hemos visto las consecuencias. Lo hemos visto muchísimas veces pues, en este sentido, la derecha carece de imaginación y viene sosteniendo los mismos argumentos desde la revolución industrial: prohibir el trabajo de los niños será malo para las empresas y, por tanto, para todos; dejar un día de descanso a los trabajadores a la semana será malo para las empresas y, por tanto, para todos; imponer un horario laboral de ocho horas será malo para las empresas y, por tanto, para todos; etcétera, etcétera, hasta la reciente crisis económica del 2008, en la que creo que hay consenso sobre los efectos que tuvo esa política a la hora de superarla, dejando un país con una profunda brecha social a través de la cual casi desapareció la clase media y hundió en la pobreza a más de seis millones de personas, en tanto los bancos aumentaban sus beneficios y las grandes empresas duplicaban el sueldo de sus directivos.
Pero, además, esta década utilizando la receta de los conservadores nos ha dejado una Sanidad decrépita, que es la principal causa de nuestros actuales problemas. Es curioso que, también en eso, repitan la misma táctica: la crisis inmobiliaria, que se sumó y agravó en España la crisis financiera, la provocó Aznar con su Ley del Suelo, pero la pagó Zapatero. Ahora la pandemia encuentra unos hospitales de los que Rajoy detrajo el gasto hasta dejarlo por debajo del 6 por ciento del PIB, en el puesto número 15 de los 28 países de la UE (por detrás, incluso, de países más pobres como Eslovaquia, Eslovenia o Croacia) y el PP, sin embargo, culpa al Gobierno. El cinismo es especialmente sangrante por parte de los compinches que gobiernan Madrid, donde el PP clausuró 3.000 camas hospitalarias (una de cada cinco) y despidió a 3.200 trabajadores, mientras construía con fondos buitre siete hospitales privados, de los que detrajo casi dos millones de euros para financiar el partido; o, por supuesto, el de Vox, que en su programa electoral abogaba por abolir directamente la sanidad pública, llegando uno de sus actuales diputados, Rubén Manso, a decir que “ni educación ni sanidad deben ser competencias del Estado; yo no quiero que el Estado me solucione la vida, entre otras cosas porque es lo que le da gracia a la vida”.



¿Una vez más tendrán que pagar otros sus errores? Espero y deseo que no. Espero y deseo que el Gobierno saque al país de esta nueva crisis haciendo lo contrario de lo que se hizo en la Gran Recesión; que, esta vez, la austeridad no consista en recortar el sector público sino en nutrirlo. Cuando la crisis estaba en su apogeo todos los gobiernos, incluidos los de derechas, hablaban de una reinvención del capitalismo, de una vuelta atrás necesaria del neoliberalismo, reponiendo tasas a las grandes fortunas, límites al enriquecimiento escandaloso y la economía especulativa o una lucha decidida contra los paraísos fiscales. Todo eso se olvidó. Ahora es el momento. Traduzco las palabras de Eva Illouz, socióloga franco-israelí considerada una de las más importantes figuras del pensamiento en el mundo, porque ella lo dice mucho mejor y con mucha mayor solvencia que lo haría yo: “El capitalismo, tal como lo conocemos, debe cambiar. La pandemia causará daños económicos inconmensurables y afectará a todo el mundo, aunque las economías asiáticas tengan más probabilidades de fortalecerse. Los bancos, las empresas y las sociedades financieras deben soportar esa carga, al lado del Estado, para encontrar una salida a la crisis y defender la salud colectiva de los ciudadanos (...). Deberán soportar el fardo de la reconstrucción económica en un esfuerzo colectivo que apenas les generará beneficios. Los capitalistas se han beneficiado de los recursos del Estado sin darse cuenta de que con ese espolio privan de recursos a quienes, a fin de cuentas, hacen la economía posible. Esto debe acabar. Para que la economía tenga sentido, necesita que haya un mundo y ese mundo no puede construirse más que colectivamente, con la contribución del sector privado al bien común. Los Estados no puede encargarse de salir de una crisis de tal magnitud sin la contribución de las empresas para que se mantengan los servicios públicos de los que también ellas se benefician (...). La impostura del neoliberalismo ha quedado al descubierto y debe ser denunciada alto y fuerte. La época en la que todo actor económico tiene como finalidad llenarse lo más posible los bolsillos debe acabar de una vez por todas. El interés público tiene que convertirse en la prioridad de todas las políticas públicas y las empresas tienen que contribuir a ese bien público si quieren que el mercado siga siendo el marco posible de las actividades humanas”.

Y esto es tanto más necesario cuanto que cabe esperar que esta pandemia no será la última. Muy al contrario, es probable que haya cada vez más. Dennis Carroll, experto mundial en enfermedades infecciosas, lo afirma y explica como la consecuencia del contacto, cada vez más frecuente, entre los agentes patógenos de origen animal y los hombres causado por la presencia cada vez mayor del hombre en ecozonas, es decir, zonas de la tierra que han evolucionado durante milenios sin la presencia del ser humano y que ahora éste invade como consecuencia de la superpoblación o por fines económicos. No es un visionario; lo que dice, además de lógico, han estado avisándolo muchos otros, como el epidemiólogo Larry Brilliant o Bill Gates. Pero nuestros políticos estaban demasiado ocupados en ganar elecciones, los empresarios demasiado ocupados en ganar dinero y el resto de la ciudadanía, en gastarlo.
Pero, ¡cuidado! No hay caminos intermedios, como han demostrado las débiles reformas que siguieron a la crisis financiera. Esto o va de una vez por todas a mejor, o empeorará terriblemente. Igual que la pandemia -como toda crisis- pone de relieve lo mejor o lo peor de cada uno, es hora de elegir entre lo bueno (llámenlo buenismo si quieren) y lo malo. Es hora de elegir entre la solidaridad, el heroísmo, la resiliencia y el ingenio que tantos y tantos ciudadanos están mostrando durante la pandemia, o el miedo, el espíritu bélico y el caos en el que prosperan los tiranos.