martes, 26 de noviembre de 2019

El clan del oso cavernario




Es increíble que a estas alturas haya que explicar que estar contra la violencia de género no significa estar sólo contra ese tipo de violencia o que la violencia de género existe. Por supuesto que cualquier persona decente y sensible abomina de la violencia ejercida contra cualquiera, pero a las motivaciones que tiene la violencia contra un hombre -robo, ajuste de cuentas, disputa o puro instinto piscópata- se une, en el caso de las mujeres, otra motivación específica, la de los hombres que consideran a su mujer como una propiedad exclusiva e intransferible. No se trata de violencia familiar, porque en muchos casos no hay lazos familiares, sino que son novios o una pareja divorciada; se trata de un atavismo con el que hay que acabar, no sólo en sus consecuencias en forma de violencia, sino, sobre todo, en sus causas. Y hay que acabar con ese atavismo tanto respecto a los hombres como a las mujeres.
La antropología ha demostrado ya sobradamente que todo lo que es biológicamente posible es natural y no hay más diferencias biológicas entre hombres y mujeres que el hecho de que los primeros tengan cromosomas XY, testículos y mucha testosterona, en tanto las segundas tenemos dos cromosomas X, un útero y mucho estrógeno. Cualquier condicionante que esta diferencia biológica tenga en la vida de unos y otras, más allá del hecho de la posibilidad (que no necesidad ni obligación) de procrear, es una cuestión cultural y, por tanto, artificial: algo que cambia de unas sociedades a otras y a lo largo del tiempo. En suma, algo que puede cambiar y que hay que cambiar, porque esas diferencias culturales no se han marcado nunca por común acuerdo de hombres y mujeres, sino por imposición de los hombres.
Personalmente, considero que también los hombres han sido víctimas de si mismos, pues no debe ser fácil tener que demostrar siempre su masculinidad, pero ciertamente aún es más difícil para las mujeres adaptarnos a una femineidad impuesta y, sobre todo, a la dependencia física, económica y sentimental a la que, históricamente, se nos ha obligado.
Recordemos que la violación es un delito relativamente reciente pues, a lo largo de la Historia, la víctima no era la mujer violada, sino su “propietario”, de modo que la compensación había que hacérsela al padre o al marido. En la Biblia se puede leer que “si un hombre encuentra a una joven virgen no desposada, la agarra y yace con ella y fueren sorprendidos, el hombre que yació con ella dará al padre de la joven cincuenta siclos de plata y ella será su mujer” (Deuteronomio, 22, 28-29), así que no sólo el violador sólo tenía que pagar al padre sino que además se quedaba en propiedad con la pobre chica. Violar a la propia mujer es un concepto que no se ha comprendido hasta hace muy poco: en Alemania no se consideró un delito hasta 1997 y aún hay muchos países en los que no se puede juzgar por violación a un marido.
En definitiva, hablamos de la mujer como propiedad del marido; un concepto que es increíble que aún no se haya suprimido de la mentalidad de muchos hombres, pero lo cierto es que así es y por eso hablamos de violencia de género y no de mera violencia, porque, por supuesto, hay mujeres y hombres horribles y hay hombres y mujeres geniales; en una relación puede haber traiciones, mentiras y intereses mezquinos tanto por parte de un hombre como de una mujer, pero las estadísticas demuestran que muy pocas mujeres prefieren matar a su pareja que permitirle dejarla y, sin embargo, ya son 52 mujeres en España las que han sido asesinadas por lo de “la maté porque era mía”, más de mil desde 2003.
La violencia por parte de la pareja es una cuestión de género, como lo es la mutilación genital femenina, no simple y llana violencia; del mismo modo que dar una paliza de muerte a un joven porque es negro, como sucedió hace unos días en Madrid, no es simple y llana violencia, sino racismo. Negarlo es volver a las cavernas. Y tener que seguir explicándolo, da idea del paso gigantesco hacia atrás al que nos enfrentamos hombres y mujeres.



domingo, 10 de noviembre de 2019

¡Independecia de Cataluña, ya!


Aún quedan unas horas. Aún estamos a tiempo. Señor Sánchez, ni lo dude: haga lo necesario para que Cataluña se convierta ya en la República Catalana que tantos ansían.

No, no hay fundamento, lo sé: no hay derecho de autodeterminación de un territorio que no ha sido nunca ni es una colonia (lo dice la ONU, no las "corruptas y malintencionadas" instituciones españolas); no está Cataluña en ninguno de los supuestos de "anexión por conquista", "dominación extranjera", "ocupación" o "violanción masiva y flagrante", digan lo que digan los libros de texto catalanes. ¡Pero qué más da! Dejemos que Cataluña se convierta en lo que Puigdemont y adláteres desean: un pequeño país que repartirse entre una burguesía neoliberal que pueda hacer sus propias leyes para llevar a cabo sus negocios con las manos totalmente libres. 

Cataluña podría entonces ser la Suiza de la que Artur Mass ha hablado en alguna ocasión: un país sin trabas financieras para que los Pujol y seguidores puedan seguir enriqueciéndose, gobernado a base de referendums (el arma del fascismo) para aprobar sus xenófobas leyes y donde fluya el dinero negro de toda la basura mundial. Aunque, en mi opinión, es probable que, en vez de una nueva Suiza tengan una nueva Grecia, hundida por la fuga de empresas, la deuda y el desgobierno. De todos modos, será interesante ver a todos esos jóvenes de izquierda, que lo han dado todo, quedar perplejos por el resultado de su lucha y comprender, al fin, que la causa nacionalista nunca ha sido ni será una causa de izquierda.

Pero, sobre todo, el resto del país se quitará de encima la amenaza creciente de la ultraderecha, nacida -y en monstruoso crecimiento- al calor del nacionalismo español como respuesta al nacionalismo catalán. Démosles lo que quieren, su pequeño paraíso (fiscal) y cortemos el camino (hacia atrás) al que nos aboca esta panda de zombis de Vox que sale de las tumbas del Medievo y la dictadura.




miércoles, 23 de octubre de 2019

¡A mover el esqueleto!


Mañana sale el dictador de su faraónico mausoleo y, desde luego, lo celebraré, aunque de forma algo más ostentosa que la celebración de su muerte. Aún recuerdo la euforia contenida cuando en el colegio nos mandaron a todas para casa porque había muerto el Generalísimo. Me fuí directamente al Barrio Húmedo, donde encontré rápidamente a algunos amigos con los que festejar el fin del dictador. Los bares se habían llenado de gente que bebía champán y todos nos sonreíamos, aún sin conocernos, con silenciosa complicidad. Después, en casa, dedicamos la tarde a escuchar los discos de Quilapayún, Paco Ibáñez, Víctor Jara... con las ventanas bien cerradas y el volumen bajo, por supuesto. Ese día había más miedo que nunca, pero, por fin, después de que la Caja de Pandora escupiera todos los males, veíamos a Elpis, el espíritu de la esperanza, en el fondo de esa tinaja oscura.

Aunque pasé por una detención y algunos golpes, yo sólo tenía quince años cuando murió Franco y, en mi precoz activismo antifascista, no viví la historia de torturas, cárcel y fusilamientos que tantas víctimas dejaron esos cuarenta años, pero sentí en mis huesos lo que era la dictadura en ese oxímoron de la alegría sin hablar, como el de cantar a coro, pero en voz baja, el himno de Labordeta -"Habrá un día en que todos, al levantar la vista, veremos una tierra que ponga libertad"- cuando me reunía con mis camaradas. Como lo sintió mi madre, que nació con la Guerra Civil, cuando, al ir a votar en las primeras Elecciones democráticas, me dijo, con enorme tristeza: "¡Qué duro es llegar a los 40 años y descubrir que te han estado mintiendo durante toda tu vida".

No, no hay un resentimiento personal contra el franquismo. De hecho, mi padre me enseñó que lo importante es la bondad y que ésta puede estar en el corazón de cualquiera al margen de su ideología. Él, cargado en una camioneta para ser fusilado sin motivos ni explicaciones, por un grupo de matones falangistas, fue salvado en el último momento por un alcalde franquista que se enfrentó a los suyos afirmando que no consentiría que se matara a una buena persona. No hay un resentimiento personal, pero el monumento del Valle de los Caídos es una afrenta a todas las víctimas: no sólo a quienes fueron encarcelados y asesinados (o, como mi padre, estuvieron a punto de serlo), sino también a los engañados, como mi madre, o a quienes crecimos cantando en voz baja.

Mientras veo el especial de El Intermedio, brindaré por la exhumación de Franco de su mausoleo y, ojalá, de las mentalidades.


viernes, 21 de junio de 2019

Una manada de machos civilizados


Corría el año 1.200 antes de nuestra Era cuando la señora Hao dio a luz y el texto chino que deja constancia del hecho señala: "No hubo suerte. Era una niña". Durante los siglos siguientes, numerosos textos en todo el mundo dejan claro que la mujer no era sino una de las propiedades de un hombre, de modo que, por ejemplo, si era violada, la víctima no era ella sino su padre, hermano o marido, es decir, su propietario, que era a quien tenía que resarcir el violador de algún modo, a veces, si la mujer era virgen, sencillamente comprándosela. Lo explica la Biblia. Esa consideración, de algún modo, ha durado hasta nuestros días, puesto que, por ejemplo, en Alemania no se consideró legalmente la violación de la propia mujer como un delito hasta 1997.




"El patriarcado ha sido la norma en casi todas las sociedades agrícolas e industriales y ha resistido tenazmente a los cambios políticos, las revoluciones sociales y las transformaciones económicas", constata el antropólogo Yuval Noah Harari ("Sapiens, de animales a dioses", un libro que considero imprescindible), quien, no obstante, reconoce que a estas alturas aún no hay ninguna razón suficientemente convincente para explicarlo. Lo único que parece estar claro es que no hay razón alguna pues, aunque a pesar de que muchos apelan a las diferencias biológicas, éstas no pueden justificarlas de ninguna manera: como también señala este autor, "biológicamente, los humanos se dividen en machos y hembras. Un macho de Homo sapiens posee un cromosoma X y un cromosoma Y; una hembra tiene dos cromosomas X. Pero "hombre" y "mujer" denominan categorías sociales, no biológicas". El sexo, pues, puede considerarse una categoría biológica, pero el género es puramente cultural y, por tanto, es una categoría subjetiva. De hecho, el concepto de masculinidad y de femineidad cambian constantemente. No hay más que ver, por ejemplo, la moda masculina del siglo XVIII (véase el retrato de Luis XIV de Francia) con sus pelucas, medias, zapatos de tacón y ademanes, para darse cuenta de que lo masculino no tiene nada que ver con el prototipo de actual. El psiquiatra y escritor  chileno Claudio Naranjo atribuye esta perversión a la perversión intrínseca de la civilización. Sencillamente, la civilización es un error, y ciertamente, los antropólogos lo tienen ya bastante claro: "La revolución agrícola -dice Harari- fue el mayor fraude de la historia". La civilización no ha sido sino la forma de mantener más gente viva en peores condiciones: cada vez más gente y cada en peores condiciones. Y así seguimos. Atrapados en la misma trampa que, rizando el rizo, concluirá, paradógicamente, con nuestro suicidio como especie.




Así que "la manada" no debiera llamarse así, con ese cariz animal que no merece, porque no actuaron como animales sino como seres humanos civilizados. Porque, admitámoslo, la civilización ha creado el machismo, como creó la esclavitud o la guerra. Y a medida que nuestra civilización y nuestro poder como especie progresa, parecemos ser más irresponsables, más egoístas y, sin embargo, ni más satisfechos ni más felices.

La lucha contra el machismo no es trivial ni algo que sólo concierne a las mujeres: es la lucha contra la destrucción del planeta, la violencia, la injusticia social... Es la lucha contra nuestros peores errores como civilización. Y, en este contexto, que "la manada" duerma hoy ya en la cárcel, condenados por violación, no es sólo una satisfacción personal (¡y vive dios que lo es!) o de género, es un avance indiscutible hacia la esperanza.

viernes, 24 de mayo de 2019

¡No a la libertad!


Cuando hablan de impuestos, tendemos a pensar en nosotros mismos. Error. Tendemos también a pensar sólo en el Impuesto de la Renta y no en los impuestos indirectos. Error también. Los impuestos indirectos son injustos, puesto que todos, ricos y pobres, pagamos los mismos. Los impuestos directos son, no sólo justos (pues son progresivos: paga más el que más tiene) sino imprescindibles para que podamos vivir mejor que en la Edad Media. Son los que permiten, por ejemplo, que, aún con un sueldo de mierda, podamos ir a un Hospital cuando nos ponemos enfermos y salven nuestra vida o llevar a nuestros hijos a un colegio y que puedan aspirar a una vida mejor que la nuestra. Sin los impuestos, los ricos seguirían teniendo sus médicos privados y los demás moriríamos por una gripe o una infección; ellos serían en la vida lo que les dé la gana y tendrían cuanto les apetezca (como ahora), poero nosotros sólo podríamos aspirar a su caridad y benevolencia para poder, sencillamente, sobrevivir y conseguir que sobrevivan nuestros hijos. Supongo que eso es lo que defienden los políticos de derecha cuando se refieren a los impuestos como "sablazo" y cosas similares.

En esta campaña electoral, por fin, algunos partidos se han atrevido a hablar de la necesidad de subir los impuestos a los millonarios. Y lo alucinante es que esa propuesta dé miedo incluso a aquéllos a los que la Declaración de la Renta les da a devolver. Es lo que han conseguido, de forma lenta y constante, los más ricos: crear y extender a toda la población el descrédito hacia los impuestos.

Quizá hay que recordar algunas cosas, como que, en el mundo hay 2.208 personas con miles de millones en sus cuentas corrientes: ¡miles de millones! Y, por supuesto, faltan en la lista los dictadores y traficantes y faltan, seguro, muchos millones no declarados en las cuentas. Lo brutal es que en 2009, el año después del estallido de la crisis mundial, había 1.011, es decir, la crisis que ha echado a la cuneta de la pobreza a millones de personas, ha duplicado la cifra de multimillonarios y ha multiplicado las cuentas de los que ya lo eran. Pero los impuestos no han subido: los gobiernos han permitido que 200 millones de personas en todo el mundo se hayan convertido en pobres de solemnidad sin arrancar un euro más a los que se han beneficiado (y en algunos casos, provocado) de la crisis financiera.

Por cierto, en esa lista de multimillonarios hay un español, Amancio Ortega, con un patrimonio declarado de 62.700 millones de dólares, más admirado por haber hecho donaciones a la Sanidad Pública que denostado por no subvencionarla con sus impuestos. ¿Por qué nos preocupa que de esos miles de millones le obliguen a poner unos cuantos en las arcas del Estado? La cuestión no es nunca si subir o no los impuestos sino a quiénes. 


En España la tendencia es la misma: hay 428 millonarios, ¡un 60 por ciento más que en 2008! Y mientras ellos compran Ferraris y joyas, cuadros por cien millones de dólares, equipos de fútbol, etcétera, los demás nos espantamos cuando un político se atreve a sugerir subirles los impuestos.

El odio a los impuestos nos lo han inculcado sin molestarse siquiera en darnos argumentos para ello; si acaso, uno: que mientras más dinero tengan los ricos, más dinero invertirán y, por tanto, más puestos de trabajo crearán. La mentira es tan burda y falsa que cuesta trabajo que hayan conseguido colarla. Primero, porque la mayor parte de esos millonarios no producen nada: son banqueros, gerentes de fondos, etc., que sólo juegan con el dinero. Segundo, porque los que sí son empresarios, normalmente tienen sus factorías en otros países, aquéllos que permiten el trabajo en condiciones de esclavitud (el propio Amancio Ortega), dejando en sus países apenas las migajas. Tercero, porque damos por hecho que ser multimillonario requiere cierta sabiduría, siquiera empresarial, lo cual es rotundamente falso; la prueba es que muchos de esos tipos que crearon empresas gigantescas, también causaron gigantescas quiebras: Lehman Brothers, el banco Washington Mutual, WorldCom, Euron, Conseco, Texaco, Financial Corporation of America... y muchos -siempre partidarios del liberalismo económico, es decir, de que cada uno gane todo lo que pueda sin impuestos, cortapisas ni imposición ninguna de los Estados- han salido a flote justamente porque los Estados les han rescatado (sí, con nuestro dinero): City Bank, Bank of America, Commertz Bank, Desdner Bank, Washovia, ING, General Motors, Chrysler, Royan Bank of Scotland, Banco HBOS, catorce bancos españoles...

¿Cómo demonios han conseguido entonces hacer que nosotros, las víctimas de sus errores y su avaricia, sus víctimas, nos convirtamos en sus cómplices? Medios no les faltan (léanse "¡A la plaza!", de José Luis Estrada), pero hay uno fundamental: el lenguaje. Sus esbirros, entre los que se encuentran políticos y periodistas, dominan el arte del lenguaje y, así, han pervertido el sentido de palabras como libertad. Es ésa una palabra que gritaban los esclavos de la Antigüedad, los siervos de los señores feudales y los oprimidos de todas las épocas, hasta que el liberalismo y el neoliberalismo la han convertido en algo totalmente distinto: donde dicen libertad quieren decir "acabemos con lo público, que nos dejen hacer lo que nos dé la gana". Donde dicen libertad, sólo se refieren a la libertad de ganar todo el dinero posible de cualquier modo posible sin darle nada a la comunidad (es decir, sin pagar impuestos), se refieren a la libertad de despedir gratis, de manejar sus empresas sin respetar los derechos de los trabajadores... y de que las mujeres puedan cortarse el pelo o pintarse las uñas, pero no decidir su vida. No les importa si el Estado no tiene suficiente dinero para hacer carreteras (ellos tienen un jet) o ciudades sostenibles (ellos ya tienen su paraíso privado) o colegios a los que ellos jamás enviarán a sus hijos. 

Llaman libertad -y es sagrada, el único dogma de fe- a la libertad de ganar dinero. Pero no se trata de cómo han conseguido su dinero: aunque sea limpia y concienzudamente, mientras haya gente que nace sin la menor oportunidad de hacerse rico y aún de sobrevivir, gente a la que la pobreza le niega sus derechos como ciudadanos y aún como seres humanos, no debiera permitirse que haya personas escandalosamente ricas. Del mismo modo que se nos niega la libertad de tirar la basura por las calles, en pro del bien común, no es libertad poder enriquecerse hasta límites que impiden una sociedad mínimamente equitativa.

Sólo les importa que el Estado tenga, eso sí, suficiente dinero con el que echarles una mano si les vienen mal dadas... porque libertad sí, pero dentro de un orden, que como decían los carcas de mi juventud: una cosa es la libertad y otra el libertinaje.