El neoliberalismo no es capitalismo. Sus políticos
títeres han resucitado el término comunista o rojo, como insulto, para situarse
ellos en el otro lado, el del capitalismo, pero lo suyo no va de eso.
Recordemos las palabras del expresidente de Estados Unidos James Madison, quien
definía el mal que los políticos debían combatir como “incrementar la desigualdad
en la sociedad mediante una inmoderada acumulación de riqueza”; o que otros
presidentes del país capitalista por antonomasia llegaron a fijar el tipo
máximo del impuesto federal sobre la renta –el aplicado a los más ricos- en más
de un 80 por ciento en tiempos de crisis.
Capitalismo es libre empresa; el neoliberalismo es
plutocracia. Aquí no están los empresarios pequeños, medianos ni grandes; aquí
están los mercados, los oligopolios, los
miembros de la Lista Forbes, esos ochenta y cinco multimillonarios que tienen
tanto dinero como los 3.500 millones de personas más pobres, ese 1 por ciento
que posée más de 110 billones de dólares. Y, en su mayor parte, esas personas
no tienen fábricas, no producen nada, sólo especulan.
Bueno, crean puestos de trabajo, dice la derecha,
que sigue siendo partidaria de la célebre teoría del goteo según la cual si crecen
los beneficios de los de arriba, esos beneficios irán derramándose hacia abajo
como un maná. Pero esa teoría llevan aplicándola sus políticos muchísimo años y
debiéramos tener ya meridianamente claro que es falsa, puesto que la brecha de
la desigualdad no ha hecho sino crecer y crecer. Es tan falsa como que bajar
los impuestos supone que los ciudadanos tengan más dinero en los bolsillos,
cuando, por pura matemática, una bajada de impuestos proporciona mucho más
dinero a los ricos, que ya tienen de sobra para utilizar seguros médicos
privados, colegios y universidades privadas, etcétera, en tanto a los de abajo
esa limosna les va a suponer tener peores hospitales, peores colegios, menos
plazas educativas, menos plazas en residencias de ancianos, etcétera, sin que lleguen
ni a soñar con acceder a todos esos servicios privados. En definitiva, bajar
los impuestos es hacer a los escandalosamente ricos aún más ricos a costa de la
felicidad, el futuro y aún la vida de las clases media, baja y muy baja.
¿Por qué, entonces, hay tanta gente que no lo ve? ¿Por qué los más perjudicados por una bajada de impuestos se siguen dejando engañar con esa promesa electoral? Pues para eso están los políticos, claro, esos políticos que les distraen con sus discursos racistas para que encuentren cerca al enemigo y no en las alturas, que es donde realmente está. El caso es que el dinero carece de imaginación porque esa fórmula es también de muy viejo cuño (por eso me parece inmerecido llamar “nueva” ultraderecha a los Trump, Abascal, Bolsonaro, Orbán y demás). Es lo mismo que hacía la “vieja” ultraderecha culpando a los judíos de todos los males de los ciudadanos, aunque hay que reconocer cierto perverso perfeccionamiento de la técnica sustituyendo a los judíos (distinta raza, pero generalmente adinerados) por los inmigrantes (distinta raza y especialmente pobres).
Tampoco son nuevas sus estrategias de marketing. De
toda la vida los publicistas saben que lo que tienen que vender de un producto
es, precisamente, aquello de lo que carecen, de modo que si el único efecto que
tiene “adelgazar” al Estado es debilitarlo para que ellos puedan moverse más a
sus anchas en una economía sin regulaciones, a eso lo llaman libertad,
ocultando los apellidos de esa palabra: libertad de morirse de hambre o asco
para quienes nunca pertenecerán a la plutocracia y libertad para acabar con la
democracia, puesto que debilitar a los Estados haciendo que recauden menos y,
por tanto, tengan menos dinero, es asesinar al sistema que defiende la igualdad
de derechos de los individuos al margen de su clase, fortuna, raza, género o
religión.