En un auténtico rapto de espíritu navideño, intento encontrar
lo positivo de cualquier cosa, hasta del espeluznante avance de la
ultraderecha. Y no, no encuentro nada positivo, pero sí, al menos, gracioso. Lo
es, por ejemplo, oír a gente joven hablando como si fueran nuestros abuelos:
por ejemplo, de la patria y la defensa de los símbolos nacionales (da igual que sean los
españoles que los catalanes o los guarromanenses), la tópica pero
contradictoria demonización de la política, los políticos y lo político; la
identificación entre el feminismo y una guerra de sexos de la que no se tiene
noticia… Es casi enternecedor ver cómo se involucran en la política como si
fuera el fútbol, en términos de filias y fobias, de derrota del adversario, identificación con el
equipo y todas esas cosas que no requieren haber leído un libro en la vida sino
sólo saberse las alineaciones y, desde luego, es de traca ver a las chicas
exaltando la maternidad y la lactancia materna y sustituyendo al anhelado
príncipe azul, no por un amante y compañero sino por un caballero medieval de
armadura y pendón.
Comprendo que –siempre hablando de los chavales jóvenes, porque los adultos no tienen excusa- es una reacción bastante lógica, básicamente, a la globalización, que les sume en el vértigo de no encontrar su identidad a una edad en la que ésta lo significa todo. Les perdono que utilicen palabras cuyo contenido desconocen por completo, como igualdad y, sobre todo, libertad; pero, además, les agradezco que estos neorrancios hayan recuperado palabras que estaban ya en el olvido, como rojos y, sobre todo, progres: ¿no es maravilloso que a una la llamen progre cuando anda ya por la tercera dosis de la vacuna? Cuando menos, resulta rejuvenecedor.
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