En el principio fue el verbo y el verbo era la mujer. De
ella brotaba la vida y la palabra.
Pero en algún momento los dioses temieron su poder y se
alzaron contra la Triple Diosa del agua, la luna y la tierra. Y no hubo piedad
con las vencidas, convertidas en esclavas durante milenios. No fue una guerra,
fue un desalojo. De diosas pasaron a ser botín. Las mujeres perdieron su voz y
sus pies y así, con la boca amordazada y los pies rotos, trabajaron sin
descanso; pero, de vez en cuando, los pájaros conseguían salir de su pecho y alzarse
en extraordinario vuelo. Agnodice desafió la pena de muerte ayudando a otras mujeres
como ginecóloga hace casi dos mil quinientos años; Ende consiguió colarse en el
scriptorium de los monjes y ser reconocida como la mejor pintora hace más de
mil años… Y la historia fue llenándose de nombres -Juana Inés, Rosa, Marie,
Kate, Vandana, Rigoberta… - que
recordaban a sus hijas que toda creencia
es una invención, que no hay razón para dejarse morir como no la hay para
matar; no hay razón para sentirse inferior, como no la hay para ejercer la
superioridad, y no hay razón por la que una mujer no pueda y deba ser libre.
No fue una guerra y no lo es, porque el bando perdedor nunca
tomó las armas, pero sí opuso y opone resistencia; una resistencia que no es
fácil, porque muchas perdieron y pierden la vida en ella y porque las armas son
cambiantes y cada vez más extrañas: ya no se les pide a las mujeres que se
limiten a obedecer las órdenes del padre, satisfacer los deseos de su marido y criar a sus hijos. También
deben ser y estar hermosas, pero no tanto que tienten a los hombres; deben ser
activas, pero no tanto que su cuerpo parezca masculino; deben ser sensibles,
pero fuertes; tienen que sexis, pero elegantes; deben ser inteligentes, pero no
tanto que le arrebaten a un hombre su puesto; deben ser puntuales en el
trabajo, pero han de llegar depiladas, peinadas y bien arregladas; deben traer
dinero a casa, pero sin olvidar que su primera obligación es la casa misma. La esclavitud era no poder ser nada y ahora
es tener que ser todo.
Son muchas, incontables generaciones de mujeres sojuzgadas. En buena parte del mundo, el hecho de nacer
con dos cromosomas X supone un trato aberrante: la ablación del clítoris,
la deformidad física, la ausencia de todo derecho… Nada lo justifica. Es un error de la civilización, como lo es el
concepto de progreso en tanto destrucción del planeta. El machismo es una
perversión de la civilización, como lo es la esclavitud o la guerra.
Ayer escuché a una mujer que, sentada en un banco de la
Plaza de San Marcos a las 10 de la noche, le decía a otra: “No entiendo el
feminismo. Hay mujeres malas, pero que muy malas”. Sí, tantas como hombres
malos. Me temo que las feministas aún no hemos conseguido hacernos entender por
muchas mujeres que, como ésa, no saben que es gracias al feminismo que pueden
estar en la calle, de noche, con una amiga, expresando sus opiniones. Es un
absurdo como quienes ejercen el derecho democrático de manifestación para
manifestarse contra la democracia. A muchos he oído que hoy, en España, ser
mujer es un privilegio a causa de la discriminación positiva, que es como decir
que los pobres son privilegiados por contar con ayudas sociales. También dentro
del feminismo hay opiniones diversas, como el actual debate sobre la
transexualidad y la definición del género; pero esos debates no deben dividirnos ni oscurecer
la labor pedagógica de explicar lo obvio.
Es como si los ecologistas se centraran en debatir la necesidad de ser
vegetariano para defender el futuro del planeta, mientras coches y fábricas lo
destruyen a toda velocidad. La
masculinidad y la feminidad son conceptos sociales y cambiantes; la cuestión
no es dónde poner a los hombres que se sienten mujeres y viceversa. Yo sé que
soy una mujer y eso me basta. Y lo verdaderamente importante no es que me
clasifiquen como tal sino que me
respeten como tal.
Sigamos explicando el feminismo. Hay que seguir hablando,
porque nuestra es la palabra.
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