Eran
tiempos oscuros. Nació en el Reino de León y su vida estuvo marcada por una guerra civil que dejó
a los cristianos inermes ante la soldadesca y ante los rivales
vecinos del Califato de Córdoba –sobre todo un tal Almanzor, emir que, de vez
en cuando, sembraba el pánico en las ciudades- y los no vecinos, como los
lejanos pero cada vez más cercanos vikingos. Así que todos vivían con miedo,
sobre todo las mujeres. Ella era una mujer, es decir, uno de esos seres sin
alma, creados por Dios después de haber creado al hombre y a él supeditada,
causante de los males de la Humanidad por haberle tentado. Así que también
temía a los hombres.
Sin embargo,
el mundo estaba lleno de belleza: la naturaleza, los colores, la luz… Y su
cabeza estaba siempre llena de imágenes que, como pájaros enjaulados, ansiaban
salir volando. Algunas de esas imágenes eran terribles -dragones y gigantescas
serpientes con múltiples cabezas…- y otras eran hermosos ángeles de coloridos
ropajes, gráciles garzas, flores y estrellas…
No tardó
en darse cuenta de que sólo había un lugar en el que sentirse a salvo y poder
pintar sus fantasías: el cenobio. Así que ingresó en el Monasterio de Tábara,
con su alta y lapídea torre, que una gran comunidad dúplice, de monjas y
monjes, había hecho famoso por sus libros. No fue fácil que la aceptaran en el
scriptorium, donde sólo trabajaban hombres, pero, a la postre, el maestro
Magius se rindió a su genio y la aceptó como miniaturista junto a su discípulo
Emeterio, cuyo talento superó de tal modo que, cuando ambos terminaron de
iluminar el Beato con el Apocalipsis de San Juan, hecho pacientemente por el
escriba Senior, permitió, no sólo que fuese firmado, sino que su firma, la de Ende,
figurara antes que la de Emeterio. “Ende pintrix et dei aiutrix frater
Emeterius et presbiter”: Ende, pintora y ayudante de Dios, y Emeterio, hermano
y sacerdote.
“Pintora y
ayudante de Dios”. Nunca se había oído de una mujer que fuera pintora y esas palabras
acompañaron a Ende el resto de su vida, desde ese 6 de julio del año 975 en el
que el Abad Dominicus dio por terminado el Beato, con sus 284 folios que ella
decoró al estilo mozárabe, mostrando las visiones del apóstol en una lucha
constante con el demonio que terminaba en la victoria de la paz y la armonía
que ella tanto ansiaba.
Pero ya
tenía en su mente nuevas imágenes que plasmar en el pergamino. Y así, mientras
otras monjas hacían la masa para los pasteles, ella mezclaba dos partes de
azufre y una de mercurio en una redoma que después cerraba con barro y, tras
calentarlo, se convertía en el rojo bermellón; o mezclaba el cobre con vinagre
para conseguir ese color cardenillo que tanto le gustaba.
No terminó
el siguiente trabajo. Mientras Ende espolvoreaba el oro en los bellos trazos
curvados u oblícuos de las letras visigóticas, Almazor llegó a Zamora para destruir
sus arrabales y arrasó Simancas; apoyó a Bermudo contra el rey Ramiro III y
cuando Bermudo se hizo con el trono, arrasó León y apoyó a sus condes rivales.
Las ciudades se empobrecían, cientos de hombres eran acuchillados cada verano y
otras tantas mujeres, convertidas en esclavas. Quizá fue en la aceifa del año
984 o quizá en la del 986, cuando Ende sufrió alguno de esos terribles
destinos. O quizá no: quizá murió tranquilamente en su celda. Pero, sin duda,
sus últimas visiones estuvieron pobladas de brillantes colores y alguno de los
muchos ángeles que pintó le susurró “gracias por haber iluminado estos tiempos
oscuros”, antes de llevársela en sus brazos.
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