domingo, 7 de marzo de 2021

Ende, "illuminatio illuminante"

 

Eran tiempos oscuros. Nació en el Reino de León y su vida estuvo marcada por una guerra civil que dejó a los cristianos inermes ante la soldadesca y ante los rivales vecinos del Califato de Córdoba –sobre todo un tal Almanzor, emir que, de vez en cuando, sembraba el pánico en las ciudades- y los no vecinos, como los lejanos pero cada vez más cercanos vikingos. Así que todos vivían con miedo, sobre todo las mujeres. Ella era una mujer, es decir, uno de esos seres sin alma, creados por Dios después de haber creado al hombre y a él supeditada, causante de los males de la Humanidad por haberle tentado. Así que también temía a los hombres.

Sin embargo, el mundo estaba lleno de belleza: la naturaleza, los colores, la luz… Y su cabeza estaba siempre llena de imágenes que, como pájaros enjaulados, ansiaban salir volando. Algunas de esas imágenes eran terribles -dragones y gigantescas serpientes con múltiples cabezas…- y otras eran hermosos ángeles de coloridos ropajes, gráciles garzas, flores y estrellas…

No tardó en darse cuenta de que sólo había un lugar en el que sentirse a salvo y poder pintar sus fantasías: el cenobio. Así que ingresó en el Monasterio de Tábara, con su alta y lapídea torre, que una gran comunidad dúplice, de monjas y monjes, había hecho famoso por sus libros. No fue fácil que la aceptaran en el scriptorium, donde sólo trabajaban hombres, pero, a la postre, el maestro Magius se rindió a su genio y la aceptó como miniaturista junto a su discípulo Emeterio, cuyo talento superó de tal modo que, cuando ambos terminaron de iluminar el Beato con el Apocalipsis de San Juan, hecho pacientemente por el escriba Senior, permitió, no sólo que fuese firmado, sino que su firma, la de Ende, figurara antes que la de Emeterio. “Ende pintrix et dei aiutrix frater Emeterius et presbiter”: Ende, pintora y ayudante de Dios, y Emeterio, hermano y sacerdote.

“Pintora y ayudante de Dios”. Nunca se había oído de una mujer que fuera pintora y esas palabras acompañaron a Ende el resto de su vida, desde ese 6 de julio del año 975 en el que el Abad Dominicus dio por terminado el Beato, con sus 284 folios que ella decoró al estilo mozárabe, mostrando las visiones del apóstol en una lucha constante con el demonio que terminaba en la victoria de la paz y la armonía que ella tanto ansiaba.

Pero ya tenía en su mente nuevas imágenes que plasmar en el pergamino. Y así, mientras otras monjas hacían la masa para los pasteles, ella mezclaba dos partes de azufre y una de mercurio en una redoma que después cerraba con barro y, tras calentarlo, se convertía en el rojo bermellón; o mezclaba el cobre con vinagre para conseguir ese color cardenillo que tanto le gustaba.

No terminó el siguiente trabajo. Mientras Ende espolvoreaba el oro en los bellos trazos curvados u oblícuos de las letras visigóticas, Almazor llegó a Zamora para destruir sus arrabales y arrasó Simancas; apoyó a Bermudo contra el rey Ramiro III y cuando Bermudo se hizo con el trono, arrasó León y apoyó a sus condes rivales. Las ciudades se empobrecían, cientos de hombres eran acuchillados cada verano y otras tantas mujeres, convertidas en esclavas. Quizá fue en la aceifa del año 984 o quizá en la del 986, cuando Ende sufrió alguno de esos terribles destinos. O quizá no: quizá murió tranquilamente en su celda. Pero, sin duda, sus últimas visiones estuvieron pobladas de brillantes colores y alguno de los muchos ángeles que pintó le susurró “gracias por haber iluminado estos tiempos oscuros”, antes de llevársela en sus brazos.



No hay comentarios:

Publicar un comentario