Recordemos: la primera noticia la
tuvimos el 31 de diciembre, cuando el Gobierno chino dio a conocer una
misteriosa enfermedad que había infectado a 27 personas en ese país. Veinte
días después aparecía el primer infectado fuera de Asia (Estados Unidos) y
China cierra la ciudad de Wuhan, donde ya hay 400 infectados y 17 víctimas.
Tres días después aparece el virus en Europa, con tres casos en Francia, y al
día siguiente, en Australia. El 30 de enero, la OMS decreta una alerta
internacional, aparecen los primeros casos en Italia y España inicia la repatriación
de españoles. Por esos días ya han aparecido casos en Alemania y pronto
aparecerán en Reino Unido y Bélgica. Cuando acaba el mes de febrero, la epidemia se
ha disparado en Italia, Corea del Sur e Irán, ha llegado a África, la India y
Sudamérica, y se ha extendido por toda Europa, incluida España. El 26 de
febrero, con 11 personas infectadas, el Gobierno da las primeras
recomendaciones, como dejar las mascarillas para las personas inmunodeprimidas
o el desplazamiento a los domicilios de los casos leves para que sean tratados
en sus casas.
Marzo empieza con 83 infectados
en España. Sí, hace menos de mes y medio la epidemia era pura anécdota, pero dos
días después eran 134 y se producía la primera víctima. El día 7, con 103.204
personas infectadas y 3.507 fallecidos, Italia aísla doce provincias. Dos días
después, España llega al millar de casos y el Gobierno suspende todas las
actividades educativas y, casi inmediatamente, cancela los viajes del Imserso,
los vuelos con Italia y los eventos de más de mil personas. Las manifestaciones
del 8 de marzo, sin duda, sirvieron como medio de contagio, pero también los muchos
eventos deportivos, políticos (el Congreso de Vox, con uno de sus dirigentes
portando el virus), los funerales (en uno, en La Rioja, se infectaron 60
personas de un golpe), etcétera, etcétera; es decir, todas las actividades de
la vida diaria.
Sólo el 11 de marzo, hace justo
un mes, la OMS declara la pandemia, cuando hay más de 118.000 infectados en 114
países y han perdido la vida 4.291 personas. En España son entonces 2.174 los
infectados (49 fallecidos y 138 pacientes curados) y el Gobierno toma medidas
para garantizar el acceso a medicamentos y material sanitario, y aprueba ayudas
para las familias, las pequeñas y medianas empresas y los trabajadores
autónomos, así como para la protección de los empleos. Dos días después, tras
un brusco aumento de los contagiados, que casi se han duplicado, declara el
estado de alarma. A pesar de ello, se produce un desplazamiento masivo de
turistas españoles a las costas de levante y del sur y el 14 el Gobierno
decreta restricciones de desplazamiento de los ciudadanos, que sólo podrán
circular de uno en uno y para ir al trabajo, comprar artículos de primera
necesidad o cuidar a niños, mayores o dependientes. Francia, sin embargo, abre
sus colegios electorales, a pesar de tener un número parecido de contagios,
alrededor de cinco mil. Ese día, por cierto, se identifica en China al paciente
número 1.
El ritmo se hace frenético en
todas partes. En España el número de infectados aumenta en alrededor de 2.000 diarios,
aunque los mayores aumentos se producen en el Reino Unido, con el mayor nivel
de fallecidos, sin que el Gobierno tome ninguna medida hasta el día 23. Tampoco
en Estados Unidos el Gobierno toma medida alguna, mientras se convierte en el tercer
país del mundo con mayor número de enfermos. La Unión Europea cierra sus
fronteras y el Gobierno español toma nuevas medidas, entre otras, medidas de
orden público y nuevas ayudas a la investigación y a la protección del empleo.
El 22 de marzo, después de tres
días sin contagios en China, España prorroga el estado de alarma, llegan los
primeros pacientes al Ifema y el Palacio de Hielo se convierte en morgue. El
Gobierno ha repartido tests rápidos en hospitales y residencias de ancianos y
emite a través de la televisión la programación educativa, mientras se producen
las primeras buenas noticias: disminuyen un 13 por cientos los pacientes ingresados
en la UCI y en Euskadi -la comunidad que, según un estudio publicado el pasado
mes de octubre, tiene, junto con Navarra, la mejor sanidad pública del país- ya
se registran más curaciones que muertes.
El 24 de marzo, Italia cierra las
empresas no esenciales, cuando tiene ya casi 64.000 casos de infectados y más de
seis mil muertos. En España, donde los contagios se acercan a los 40.000 y hay 2.700
fallecidos, se prorroga el estado de alarma; también es de señalar que se han
producido ya más de 130 detenciones -con una pena de cárcel- y 200.000
denuncias por burlar las medidas. Al día siguiente, ambos países habrán
superado ya a China en número de fallecidos, mientras repuntan los casos en Corea
del Sur y Japón.
El 26 sabemos que uno de los
lotes de test de diagnóstico rápido comprados por el Gobierno era defectuoso y
tiene que devolverse. Lo mismo sucede en otros países, como los Países Bajos,
donde recibieron 600.000 mascarillas defectuosas o, sobre todo, Alemania, que
perdió 241 millones de euros en la compra de seis millones de mascarillas que
nunca llegaron al país, pero sólo en España la oposición política pidió la
dimisión del Gobierno. Al día siguiente, el Gobierno empieza a contratar a
personal sanitario de otros países y al siguiente, día 28, suprime toda
actividad no esencial y aprueba medidas para que los trabajadores afectados no
puedan ser despedidos y reciban íntegramente su sueldo a cambio de devolver a
la empresa, poco a poco, las jornadas perdidas.
Cuando termina marzo, Estados
Unidos duplica ya las cifras de contagios de China y en España hay más de 94.417
infectados (lo que supone más contagiados que en China, pero menos que en
Italia y Estados Unidos). El perfil de los fallecidos en España es el mismo que
en el resto del mundo: el 85 por ciento tiene más de 70 años y, de éstos, el 60
por ciento tiene más de 80. Se llega al millón de casos en el mundo el día 3 de
abril, mientras España parece estar llegando a la fase estabilización -aumentan
los infectados pero desciende ya el número de fallecidos- y se anuncia, al día
siguiente, la prórroga del estado de alarma.
El 5 de abril, mientras la
oposición multiplica la agresividad de sus críticas, sin parangón en ningún
otro país, la OMS felicita a España “por el heroísmo de los trabajadores en
primera línea, la solidaridad de los españoles y la inspiradora determinación
del Gobierno”. Al día siguiente, además de seguir la tendencia descendente de
fallecidos, lo hace también la de infectados. A día de hoy, con más de millón y
medio de infectados en el mundo, casi cien mil fallecidos y cerca de
cuatrocientos mil recuperados, en España continúa la tendencia a la baja que,
espero, no lleve al Gobierno a, presionado por la CEOE, bajar la guardia
suavizando antes de tiempo la cuarentena.
Visto con perspectiva, creo que en
todo lo que se ha hecho y dicho hay errores bienintencionados y errores
malintencionados, así como críticas bien y mal intencionadas. Las principales
críticas al Gobierno son, en primer lugar, que habría tenido que tomar medidas
antes. Me parece bienintencionada, pero no justa, habida cuenta de que esta
pandemia sin precedentes ha pillado por sorpresa a la propia Organización
Mundial de la Salud, cuanto más a un Gobierno que apenas acababa de tomar
posesión. Todos los países nos hemos comportado como espectadores de una
película de ciencia-ficción hasta que el virus se ha cebado con “los nuestros”.
Pero lo cierto es que España fue el segundo país europeo que decretó el
confinamiento, después de Italia, mucho antes que Francia, Alemania y, por
supuesto el Reino Unido y cuando aún tenía menos casos de contagios y
fallecimientos que esos países.
La segunda crítica, más cruel, es
que se ha desatendido a los ancianos (he leído incluso cosas como que el
Gobierno ha dejado adrede que los ancianos mueran y hasta se ha relacionado con
la aprobación de la eutanasia), lo cual es una crítica malintencionada, sobre
todo si viene de un partido que gobierna la comunidad de Madrid, donde residen
más de la mitad de los ancianos fallecidos en todas las residencias del país;
no creo que sea coincidencia que también sea la comunidad con el nivel más alto
de privatización de la gestión, que llega al 60 por ciento de las residencias
públicas. Francamente, a quien haya visto algún programa de Chicote sobre lo
que se da de comer a los ancianos en esas residencias, no le puede extrañar la
masacre. No obstante, a nivel nacional, el porcentaje de mortalidad de España,
que está en un 3,72 por ciento, es algo menor que en China (3,95 por ciento) y menos
de la mitad de la tasa de mortalidad en Italia.
El tercer gran reproche es la
ocultación de datos; aquí ni siquiera sé si hay o no error. Esta es una de esas acusaciones que, al ser pura especulación, no pueden rebatirse, pero más que
malintencionado sería estúpido si el Gobierno estuviera mintiendo y no
aprovechara para dar cifras mucho más bajas, en tanto sí es malintencionado el
reproche cuando el Gobierno de la Comunidad de Madrid se ha negado a facilitar
datos de los infectados y muertos en las residencias que gestiona hasta hace
sólo dos días (también critica que el ministro de Sanidad no sea médico y pone
al frente de la crisis a una mujer cuyo curriculum consiste en haber sido
teleoperadora e hija del tipo que privatizó buena parte de la Sanidad pública
madrileña) y se niega a realizar ruedas de prensa con la peregrina y a todas
luces falsa excusa de que los medios de comunicación prefieren que les den el
trabajo hecho y copiar notas de prensa que molestarse en hacer preguntas.
Y sí, en mi opinión y más que
nunca, es la intención la que cuenta. Lo importante, en mi opinión, es que hay
dos formas de ver y abordar la pandemia, dos intenciones: la que prima la
economía sobre la salud (Reino Unido, Estados Unidos, Japón...) y la que prima
la salud de los ciudadanos antes que la economía. España ha estado y está entre
las segundas. Respecto a la crisis que sobrevendrá después de la pandemia, de nuevo
hay dos intenciones: la que quiere, ante todo, salvar a las empresas (caso, por
ejemplo, de Alemania) y la que prima salvar a los trabajadores. España, de
nuevo, está en este caso. Y aquí la derecha dirá que salvar a las empresas es
salvar a los trabajadores, como dijo (e hizo), tras la crisis económica, cuando
salvar a los bancos era salvar a los ciudadanos, pero ya hemos visto las
consecuencias. Lo hemos visto muchísimas veces pues, en este sentido, la
derecha carece de imaginación y viene sosteniendo los mismos argumentos desde
la revolución industrial: prohibir el trabajo de los niños será malo para las
empresas y, por tanto, para todos; dejar un día de descanso a los trabajadores
a la semana será malo para las empresas y, por tanto, para todos; imponer un
horario laboral de ocho horas será malo para las empresas y, por tanto, para
todos; etcétera, etcétera, hasta la reciente crisis económica del 2008, en la
que creo que hay consenso sobre los efectos que tuvo esa política a la hora de
superarla, dejando un país con una profunda brecha social a través de la cual
casi desapareció la clase media y hundió en la pobreza a más de seis millones
de personas, en tanto los bancos aumentaban sus beneficios y las grandes
empresas duplicaban el sueldo de sus directivos.
Pero, además, esta década utilizando
la receta de los conservadores nos ha dejado una Sanidad decrépita, que es la
principal causa de nuestros actuales problemas. Es curioso que, también en eso, repitan la misma táctica: la crisis inmobiliaria, que se sumó y agravó
en España la crisis financiera, la provocó Aznar con su Ley del Suelo, pero la
pagó Zapatero. Ahora la pandemia encuentra unos hospitales de los que Rajoy
detrajo el gasto hasta dejarlo por debajo del 6 por ciento del PIB, en el
puesto número 15 de los 28 países de la UE (por detrás, incluso, de países más
pobres como Eslovaquia, Eslovenia o Croacia) y el PP, sin embargo, culpa al
Gobierno. El cinismo es especialmente sangrante por parte de los compinches que
gobiernan Madrid, donde el PP clausuró 3.000 camas hospitalarias (una de cada
cinco) y despidió a 3.200 trabajadores, mientras construía con fondos buitre siete
hospitales privados, de los que detrajo casi dos millones de euros para
financiar el partido; o, por supuesto, el de Vox, que en su programa electoral
abogaba por abolir directamente la sanidad pública, llegando uno de sus
actuales diputados, Rubén Manso, a decir que “ni educación ni sanidad deben ser
competencias del Estado; yo no quiero que el Estado me solucione la vida, entre
otras cosas porque es lo que le da gracia a la vida”.
¿Una vez más tendrán que pagar
otros sus errores? Espero y deseo que no. Espero y deseo que el Gobierno saque
al país de esta nueva crisis haciendo lo contrario de lo que se hizo en la Gran
Recesión; que, esta vez, la austeridad no consista en recortar el sector
público sino en nutrirlo. Cuando la crisis estaba en su apogeo todos los
gobiernos, incluidos los de derechas, hablaban de una reinvención del
capitalismo, de una vuelta atrás necesaria del neoliberalismo, reponiendo tasas
a las grandes fortunas, límites al enriquecimiento escandaloso y la economía especulativa
o una lucha decidida contra los paraísos fiscales. Todo eso se olvidó. Ahora es
el momento. Traduzco las palabras de Eva Illouz, socióloga franco-israelí considerada
una de las más importantes figuras del pensamiento en el mundo, porque ella lo dice
mucho mejor y con mucha mayor solvencia que lo haría yo: “El capitalismo, tal
como lo conocemos, debe cambiar. La pandemia causará daños económicos
inconmensurables y afectará a todo el mundo, aunque las economías asiáticas
tengan más probabilidades de fortalecerse. Los bancos, las empresas y las sociedades
financieras deben soportar esa carga, al lado del Estado, para encontrar una
salida a la crisis y defender la salud colectiva de los ciudadanos (...).
Deberán soportar el fardo de la reconstrucción económica en un esfuerzo
colectivo que apenas les generará beneficios. Los capitalistas se han
beneficiado de los recursos del Estado sin darse cuenta de que con ese espolio
privan de recursos a quienes, a fin de cuentas, hacen la economía posible. Esto
debe acabar. Para que la economía tenga sentido, necesita que haya un mundo y
ese mundo no puede construirse más que colectivamente, con la contribución del
sector privado al bien común. Los Estados no puede encargarse de salir de una
crisis de tal magnitud sin la contribución de las empresas para que se
mantengan los servicios públicos de los que también ellas se benefician (...).
La impostura del neoliberalismo ha quedado al descubierto y debe ser denunciada
alto y fuerte. La época en la que todo actor económico tiene como finalidad
llenarse lo más posible los bolsillos debe acabar de una vez por todas. El
interés público tiene que convertirse en la prioridad de todas las políticas
públicas y las empresas tienen que contribuir a ese bien público si quieren que
el mercado siga siendo el marco posible de las actividades humanas”.
Y esto es tanto más necesario
cuanto que cabe esperar que esta pandemia no será la última. Muy al contrario,
es probable que haya cada vez más. Dennis Carroll, experto mundial en enfermedades
infecciosas, lo afirma y explica como la consecuencia del contacto, cada vez
más frecuente, entre los agentes patógenos de origen animal y los hombres
causado por la presencia cada vez mayor del hombre en ecozonas, es decir, zonas
de la tierra que han evolucionado durante milenios sin la presencia del ser
humano y que ahora éste invade como consecuencia de la superpoblación o por
fines económicos. No es un visionario; lo que dice, además de lógico, han
estado avisándolo muchos otros, como el epidemiólogo Larry Brilliant o Bill
Gates. Pero nuestros políticos estaban demasiado ocupados en ganar elecciones,
los empresarios demasiado ocupados en ganar dinero y el resto de la ciudadanía,
en gastarlo.
Pero, ¡cuidado! No hay caminos
intermedios, como han demostrado las débiles reformas que siguieron a la crisis
financiera. Esto o va de una vez por todas a mejor, o empeorará terriblemente.
Igual que la pandemia -como toda crisis- pone de relieve lo mejor o lo peor de cada
uno, es hora de elegir entre lo bueno (llámenlo buenismo si quieren) y lo malo.
Es hora de elegir entre la solidaridad, el heroísmo, la resiliencia y el
ingenio que tantos y tantos ciudadanos están mostrando durante la pandemia, o el
miedo, el espíritu bélico y el caos en el que prosperan los tiranos.