Es increíble que a estas alturas
haya que explicar que estar contra la violencia de género no significa estar
sólo contra ese tipo de violencia o que la violencia de género existe. Por supuesto que cualquier persona decente y
sensible abomina de la violencia ejercida contra
cualquiera, pero a las motivaciones que tiene la violencia contra un hombre
-robo, ajuste de cuentas, disputa o puro instinto piscópata- se une, en el caso
de las mujeres, otra motivación específica, la de los hombres que consideran a
su mujer como una propiedad exclusiva e intransferible. No se trata de
violencia familiar, porque en muchos casos no hay lazos familiares, sino que son
novios o una pareja divorciada; se trata de un atavismo con el que hay que
acabar, no sólo en sus consecuencias en forma de violencia, sino, sobre todo,
en sus causas. Y hay que acabar con ese atavismo tanto respecto a los
hombres como a las mujeres.
La antropología ha demostrado ya
sobradamente que todo lo que es biológicamente posible es natural y no hay más
diferencias biológicas entre hombres y mujeres que el hecho de que los primeros
tengan cromosomas XY, testículos y mucha testosterona, en tanto las segundas
tenemos dos cromosomas X, un útero y mucho estrógeno. Cualquier condicionante
que esta diferencia biológica tenga en la vida de unos y otras, más allá del
hecho de la posibilidad (que no necesidad ni obligación) de procrear, es una
cuestión cultural y, por tanto, artificial: algo que cambia de unas sociedades
a otras y a lo largo del tiempo. En suma, algo que puede cambiar y que hay que
cambiar, porque esas diferencias culturales no se han marcado nunca por común
acuerdo de hombres y mujeres, sino por imposición de los hombres.
Personalmente, considero que
también los hombres han sido víctimas de si mismos, pues no debe ser fácil
tener que demostrar siempre su masculinidad, pero ciertamente aún es más
difícil para las mujeres adaptarnos a una femineidad impuesta y, sobre todo, a
la dependencia física, económica y sentimental a la que, históricamente, se nos
ha obligado.
Recordemos que la violación es un
delito relativamente reciente pues, a lo largo de la Historia, la víctima no
era la mujer violada, sino su “propietario”, de modo que la compensación había
que hacérsela al padre o al marido. En la Biblia se puede leer que “si un
hombre encuentra a una joven virgen no desposada, la agarra y yace con ella y
fueren sorprendidos, el hombre que yació con ella dará al padre de la joven
cincuenta siclos de plata y ella será su mujer” (Deuteronomio, 22, 28-29), así
que no sólo el violador sólo tenía que pagar al padre sino que además se
quedaba en propiedad con la pobre chica. Violar a la propia mujer es un
concepto que no se ha comprendido hasta hace muy poco: en Alemania no se consideró
un delito hasta 1997 y aún hay muchos países en los que no se puede juzgar por
violación a un marido.
En definitiva, hablamos de la mujer
como propiedad del marido; un concepto que es increíble que aún no se haya
suprimido de la mentalidad de muchos hombres, pero lo cierto es que así es y
por eso hablamos de violencia de género y no de mera violencia, porque, por
supuesto, hay mujeres y hombres horribles y hay hombres y mujeres geniales; en
una relación puede haber traiciones, mentiras y intereses mezquinos tanto por
parte de un hombre como de una mujer, pero las estadísticas demuestran que muy
pocas mujeres prefieren matar a su pareja que permitirle dejarla y, sin
embargo, ya son 52 mujeres en España las que han sido asesinadas por lo de “la
maté porque era mía”, más de mil desde 2003.
La violencia por parte de la pareja
es una cuestión de género, como lo es la mutilación genital femenina, no simple
y llana violencia; del mismo modo que dar una paliza de muerte a un joven porque
es negro, como sucedió hace unos días en Madrid, no es simple y llana
violencia, sino racismo. Negarlo es volver a las cavernas. Y tener que seguir
explicándolo, da idea del paso gigantesco hacia atrás al que nos enfrentamos
hombres y mujeres.
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