La lógica preocupación por
la pandemia y el griterío de los partidos de derecha y ultraderecha están
ocultando la gran batalla que, en estos momentos, se libra en el España, que es
la misma, en realidad, que se libró con la crisis económica. Recordemos las
palabras que entonces hicieron famoso a Warren Buffet (financiero que, gracias
a sus participaciones en innumerables empresas, es el dueño de lo que bebes, lo
que comes, el jabón con el que te lavas las manos, tu tarjeta de crédito, tu
coche, tu periódico...): “Hay una guerra de clases, pero es la mía, la de los
ricos, la que está haciendo esa guerra, y vamos ganando”.
Una vieja guerra. Durante
los años de la guerra fría, el bando de los “pobres” iba ganando. Las armas
fueron: la ley Glass-Steagall, que creó un cortafuego entre la banca comercial
y la de inversiones para evitar un nuevo crack como el del 29; la fortaleza de
los gobiernos democráticos surgidos tras la Segunda Guerra Mundial y el miedo
al comunismo que obligó al capitalismo a suavizar su lado más brutal con
acciones sociales, consiguiéndose lo que hasta hace poco hemos llamado la
sociedad del bienestar. Pero la debilidad del bloque del Este hizo innecesarias
las contemplaciones y ya en 1973 la presión de los gigantes bancarios
consiguieron que saltaran por los aires los acuerdos que habían dado
estabilidad al mundo occidental, entre ellos la ley Glass-Steagall. Empezó
entonces a pergeñarse lo que, a partir de la caída del Muro y la globalización
económica, llamamos Neoliberalismo y que culminaría en la crisis del 2008 que,
cínicamente, los financieros denominaron “la tormenta perfecta”.
“En un mundo dominado por
los Mercados, para los que el dinero es la única religión, sus operadores se
dedicaron entonces a diseñar miles de estructuras de ingeniería financiera para
mover el dinero y generar inflación, llenando los bolsillos de una élite
minoritaria a costa de los trabajadores, empresarios y gobiernos. Es lo que el
antiguo presidente de la Reserva Federal Norteamericana, Allan Greenspan,
denominó “exuberancia irracional de los mercados financieros” y que pronto
descubrimos que, en realidad, son manipulaciones, falsedades, estafas y delitos”.
(“¡A la plaza!”, José Luis Estrada).
Debieron llevarse un susto con
las declaraciones de Obama y de los líderes occidentales comprometiéndose
entonces a una reforma financiera profunda y hasta en una reinvención del
capitalismo que evitara una nueva crisis de esas dimensiones, pero ya sabemos
que todo terminó en nada. Los líderes occidentales se plegaron e invirtieron
miles de millones en rescatar a los gigantes caídos y, en definitiva, a
realimentar el sistema; y se hizo pagar las deudas a la ciudadanía, cargándose
a la clase media y creando en su lugar una brecha que no deja de crecer entre
los ricos y los pobres.
Muchos, desde luego, se
resistieron, pero pronto se ahogó la voz de la primavera árabe sustituyendo a
los viejos dictadores por otros, y se acalló la voz del 15-M alentando otros
movimientos: de la ultraderecha -que ayudan a desviar las responsabilidades
hacia los inmigrantes y a compensar la pobreza con el orgullo nacional o
racial- y de los nacionalistas, eficaces para descentralizar gobiernos y
hacerlos más débiles en la negociación con los Mercados, evitando así regulaciones
públicas, es decir, controles y responsabilidades. Estos movimientos incluso
han conseguido infiltrarse entre quienes pusieron el dedo en la llaga, como la
ultraderecha en el movimiento de chalecos amarillos o los nacionalistas en Podemos.
Pero, con todo, mientras en
otros países la batalla está ya perdida -pues las inversiones multimillonarias
en campañas electorales han conseguido erigir ya a los nuevos líderes de
ultraderecha, empezando por Trump-, en España, cuando todo estaba dispuesto
para ello, gracias a la estrategia de dividir la derecha en tres partidos que
acaparaban todo el espectro y que, llegado el caso, gobernarían al unísono,
Podemos consiguió colarse en el Gobierno Central. Y no están desaprovechando el
tiempo. Incluso durante la gestión del mayor reto al que se haya enfrentado
jamás un gobierno democrático, la pandemia de coronavirus, han conseguido sacar
adelante leyes que fortalecen la democracia (el gran enemigo de los abusos del
Mercado), unas perfeccionando las ya aprobadas por Zapatero -las conocidas como
Ley de dependencia, Ley contra el racismo, ley de la Memoria Histórica, Ley de
protección a la infancia, Ley contra la violencia de género...- y otras medidas
de nuevo cuño, como la despenalización de las injurias a la Corona, la regulación
del comercio de los derechos de emisión de gases de efecto invernadero, la
fuerte inversión prevista en Educación y, sobre todo, el Ingreso Mínimo Vital y
la derogación de la reforma laboral que ha conseguido que, además de los
parados, casi la mitad de los trabajadores, sean pobres.
Todas ellas son medidas en
favor de la democracia, la única que puede proteger a los ciudadanos de la
voracidad del Mercado y prácticamente han escapado al conocimiento público,
porque, mientras tanto, la derecha subía a tope el volumen del ruido mediático
con sus exabruptos contra el Gobierno -algunos tan cínicos como acusarles de
causar la epidemia o de utilizarla contra los ancianos- y un sinfín de noticias
falsas y teorías locas.
Pero ahora la cosa se ha
puesto de verdad seria, porque el Gobierno presentó al Congreso el pasado día
16 el nuevo impuesto a las transacciones financieras conocido como Tasa Tobin,
y éste rechazó las enmiendas a la totalidad del PP, de Vox y de Ciudadanos.
Ahora, sólo caben enmiendas parciales. La cuenta atrás ha comenzado, porque
este impuesto, que grava con el 0,2 por ciento las operaciones de acciones de
empresas españolas con capitalización superior a los mil millones de euros (no,
no afecta a las pequeñas y medianas empresas, ni siquiera a las grandes, y
tampoco va a suponer a las súper-grandes un esfuerzo tal que obligue a sus
directivos a rebajarse ni un euro en sus millonarios sueldos), tiene una gran importancia,
cuanto menos simbólica.
Lo explica el economista Josep
Stiglitz: es simbólica porque si se trata de tasar la libre circulación de los
capitales, éstos dirán “nos vamos”, pero “lo importante de la Tasa Tobin es la
propuesta de utilizar lo recaudado para los bienes de la comunidad mundial. Y
esto es más que simbólico. Reconoce la necesidad de una acción colectiva a
nivel global. Necesitamos recursos para el desarrollo, para la salud y el medio
ambiente. La Tasa Tobin logra dos objetivos: provee las bases para las entradas
necesarias para encarar estas necesidades fundamentales y trata de restablecer
el equilibrio alterado por la libre movilidad de los capitales que trajo la
devastación en el mundo”.
Recordando todo esto, no
puede extrañarnos que, en los últimos días, hayan salido de sus dorados
refugios los portavoces del “lobby feroz” (Ana Botín, Juan José Hidalgo...) recordándonos
que la única forma de abordar una crisis es la vieja receta de menos gasto
público y recortes salariales (que los pobres se mueran de hambre y la clase
media, de asco) y que la nueva estrategia de la derecha española que, de
pronto, pasa de llamar “asesinos” a los miembros del Gobierno, a intentar pactar
con él a toda costa. Ciudadanos lo intenta por las buenas y el PP, por las
malas: primero envía a la Comisión Europea un informe para intentar evitar que los
españoles se beneficien de los fondos de recuperación con los que la Unión
Europea quiere reactivar la economía después de la pandemia (cuando hablan de
patria, hablan de dinero), y después propone al Gobierno un pacto. Por
supuesto, Sánchez no es Obama, ni siquiera Zapatero y, si ellos no pudieron
soportar la presión, dudo mucho que el PSOE lo haga ahora. El nombre de Podemos
tiene ahora más importancia que nunca. ¿Podremos?
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