Cuando hablan de impuestos, tendemos a pensar en nosotros mismos.
Error. Tendemos también a pensar sólo en el Impuesto de la Renta y no en los impuestos indirectos.
Error también. Los impuestos indirectos son injustos, puesto que todos, ricos y pobres, pagamos los mismos.
Los impuestos directos son, no sólo justos (pues son progresivos: paga más el que más tiene) sino imprescindibles para que podamos vivir mejor que en la Edad Media. Son los que permiten, por ejemplo, que, aún con un sueldo de mierda, podamos ir a un Hospital cuando nos ponemos enfermos y salven nuestra vida o llevar a nuestros hijos a un colegio y que puedan aspirar a una vida mejor que la nuestra. Sin los impuestos, los ricos seguirían teniendo sus médicos privados y los demás
moriríamos por una gripe o una infección; ellos serían en la vida lo que les dé la gana y tendrían cuanto les apetezca (como ahora), poero nosotros sólo podríamos aspirar a su
caridad y benevolencia para poder, sencillamente, sobrevivir y conseguir que sobrevivan nuestros hijos. Supongo que eso es lo que defienden los políticos de derecha cuando se refieren a los impuestos como "sablazo" y cosas similares.
En esta campaña electoral, por fin, algunos partidos se han atrevido a hablar de la necesidad de subir los impuestos a los millonarios. Y lo alucinante es que esa propuesta dé miedo incluso a aquéllos a los que la Declaración de la Renta les da a devolver. Es lo que han conseguido, de forma lenta y constante, los más ricos: crear y extender a toda la población el descrédito hacia los impuestos.
Quizá hay que recordar algunas cosas, como que, en el mundo hay 2.208 personas con miles de millones en sus cuentas corrientes: ¡miles de millones! Y, por supuesto, faltan en la lista los dictadores y traficantes y faltan, seguro, muchos millones no declarados en las cuentas. Lo brutal es que en 2009, el año después del estallido de la crisis mundial, había 1.011, es decir, la crisis que ha echado a la cuneta de la pobreza a millones de personas, ha duplicado la cifra de multimillonarios y ha multiplicado las cuentas de los que ya lo eran. Pero los impuestos no han subido: los gobiernos han permitido que 200 millones de personas en todo el mundo se hayan convertido en pobres de solemnidad sin arrancar un euro más a los que se han beneficiado (y en algunos casos, provocado) de la crisis financiera.
Por cierto, en esa lista de multimillonarios hay un español, Amancio Ortega, con un patrimonio declarado de 62.700 millones de dólares, más admirado por haber hecho donaciones a la Sanidad Pública que denostado por no subvencionarla con sus impuestos. ¿Por qué nos preocupa que de esos miles de millones le obliguen a poner unos cuantos en las arcas del Estado? La cuestión no es nunca si subir o no los impuestos sino a quiénes.
En España la tendencia es la misma: hay 428 millonarios, ¡un 60 por ciento más que en 2008! Y mientras ellos compran Ferraris y joyas, cuadros por cien millones de dólares, equipos de fútbol, etcétera, los demás nos espantamos cuando un político se atreve a sugerir subirles los impuestos.
El odio a los impuestos nos lo han inculcado sin molestarse siquiera en darnos argumentos para ello; si acaso, uno: que mientras más dinero tengan los ricos, más dinero invertirán y, por tanto, más puestos de trabajo crearán. La
mentira es tan burda y falsa que cuesta trabajo que hayan conseguido colarla. Primero, porque la mayor parte de esos millonarios
no producen nada: son banqueros, gerentes de fondos, etc., que sólo juegan con el dinero. Segundo, porque los que sí son empresarios, normalmente tienen sus factorías
en otros países, aquéllos que permiten el trabajo en condiciones de esclavitud (el propio Amancio Ortega), dejando en sus países apenas las migajas. Tercero, porque damos por hecho que ser multimillonario requiere cierta sabiduría, siquiera empresarial, lo cual es rotundamente falso; la prueba es que
muchos de esos tipos que crearon empresas gigantescas, también causaron gigantescas quiebras: Lehman Brothers, el banco Washington Mutual, WorldCom, Euron, Conseco, Texaco, Financial Corporation of America... y muchos -siempre partidarios del liberalismo económico, es decir, de que cada uno gane todo lo que pueda sin impuestos, cortapisas ni imposición ninguna de los Estados-
han salido a flote justamente porque los Estados les han rescatado (sí, con nuestro dinero): City Bank, Bank of America, Commertz Bank, Desdner Bank, Washovia, ING, General Motors, Chrysler, Royan Bank of Scotland, Banco HBOS,
catorce bancos españoles...
¿Cómo demonios han conseguido entonces hacer que nosotros, las víctimas de sus errores y su avaricia, sus víctimas, nos convirtamos en sus cómplices? Medios no les faltan (léanse "¡A la plaza!", de José Luis Estrada), pero hay uno fundamental: el lenguaje. Sus esbirros, entre los que se encuentran políticos y periodistas, dominan el arte del lenguaje y, así, han pervertido el sentido de palabras como libertad. Es ésa una palabra que gritaban los esclavos de la Antigüedad, los siervos de los señores feudales y los oprimidos de todas las épocas, hasta que el liberalismo y el neoliberalismo la han convertido en algo totalmente distinto: donde dicen libertad quieren decir "acabemos con lo público, que nos dejen hacer lo que nos dé la gana". Donde dicen libertad, sólo se refieren a la libertad de ganar todo el dinero posible de cualquier modo posible sin darle nada a la comunidad (es decir, sin pagar impuestos), se refieren a la libertad de despedir gratis, de manejar sus empresas sin respetar los derechos de los trabajadores... y de que las mujeres puedan cortarse el pelo o pintarse las uñas, pero no decidir su vida. No les importa si el Estado no tiene suficiente dinero para hacer carreteras (ellos tienen un jet) o ciudades sostenibles (ellos ya tienen su paraíso privado) o colegios a los que ellos jamás enviarán a sus hijos.
Llaman libertad -y es sagrada, el único dogma de fe- a la libertad de ganar dinero. Pero no se trata de cómo han conseguido su dinero: aunque sea limpia y concienzudamente, mientras haya gente que nace sin la menor oportunidad de hacerse rico y aún de sobrevivir, gente a la que la pobreza le niega sus derechos como ciudadanos y aún como seres humanos, no debiera permitirse que haya personas escandalosamente ricas. Del mismo modo que se nos niega la libertad de tirar la basura por las calles, en pro del bien común, no es libertad poder enriquecerse hasta límites que impiden una sociedad mínimamente equitativa.
Sólo les importa que el Estado tenga, eso sí, suficiente dinero con el que echarles una mano si les vienen mal dadas... porque libertad sí, pero dentro de un orden, que como decían los carcas de mi juventud: una cosa es la libertad y otra el libertinaje.