Siempre
hace frío el 1 de noviembre, siempre
sopla un
viento cargado de cristales como agujas
que se
clavan en el alma. Siempre.
En
cualquier lugar de la Tierra el sol está lejos
el 1 de
noviembre.
Y la
lluvia penetra en la piel erizada y congela la vida;
el aire
pesa como la losa, los pies sólo pisan musgo,
los ojos
duelen de resolana y se encogen las venas,
el pulso
tirita, el aliento se convierte en hielo seco, el
corazón
se hace frágil como una fruta helada.
El 1 de
noviembre siempre es frío, es
siempre
pérdida, que se siente como
el calor
que se fué del cuerpo amado, de los
cuerpos
que nos amaron y se llevaron
nuestra
energía en la última caricia,
la que ya no pudieron sentir,
a cambio
de un escalofrío que nos acompaña
el
resto de este camino que empezó y terminará
con
ellos. Sin ellos nos queda esto, el frío
de aguanieve que sacrificará nuestros miembros
para preservar
el corazón caliente; y así,
caerá
la copa de nuestra temblorosa mano, caeremos
vencidos
por la pierna entumecida, tendidos
quedaremos
como carámbanos rotos,
para
que no se apague nunca la pasión
que
late en nuestro centro.
Pero yo
requiero más frío. Más frío pido yo
a todos
los santos.
Me
tiendo en la nieve esperando el relente glacial,
la escarcha
puntiaguda, transida del glacial rocío;
vengan a
mí las inclemencias, la rigurosa helada que adormece
y apacigua
el dolor.
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