sábado, 15 de enero de 2011

Mohamed Bouazizi

Se llamaba Mohamed Bouazizi. Era un joven informático de 26 años, que no encontraba trabajo en su país, una autocracia gobernada por un tirano desde hacía 23 años. Incapaz de salir del paro, decidió poner un puesto ambulante de fruta y verdura para, al menos, garantizar su supervivencia y la de su familia. Con ese puesto recorría la ciudad, una ciudad del interior del país, muy lejos de las aglomeraciones de turistas de la costa, cuando le abordaron dos policías que, tras advertirle que la venta ambulante era ilegal, le destrozaron el puesto.
Esa era la gota que desbordaba el vaso. La ley, que no era capaz de protegerle, de procurarle una forma de vida, de permitirle un trabajo acorde con su vocación y estudios, le negaba, además, esa última forma de supervivencia. Los frutos desparramados en el suelo por la brutalidad de un sistema incapaz de garantizar a los ciudadanos sus derechos básicos, un sistema que beneficia sólo a los ricos y deja en la estacada a quienes realmente necesitan ayuda, eran las uvas de la ira. Cualquier parado sabe perfectamente lo que es la exclusión, ser expulsado de todo, sentirse en un limbo en el que no le importas ya a nadie más que a los tuyos; un pozo al que pocos se asoman y casi nadie se atreve a inclinarse para echarte la mano. En el banco, donde se pone alfombra roja a quien tiene una deuda de millones de euros, alguien que tiene una deuda de 30 euros no encuentra sino trabas; en las oficinas del paro, quienes aguardan lo hacen mirando al suelo; cuando se encuentran con un conocido, se sienten avergonzados.
Ese joven decidió hacer bien patente esa exclusión, convertirla en definitiva y pública. Extinta su última esperanza, no merecía la pena seguir viviendo, pero sí la merecía protestar, dejar claro por qué tiraba la toalla, de modo que fue a una de esas populosas ciudades costeras llenas de turistas que gastan sus ahorros al sol entre una nube de mendigos, para autoinmolarse. Se prendió fuego a la vista de todos. Y su anonimato llegó hasta el momento en que llegó la ambulancia y se lo llevó al hospital, con la mayor parte de su cuerpo abrasado.

 Nadie hizo una foto del héroe desconocido, pero su gesto no pasó desaparecibido. Ese "hasta aquí he llegado" del joven se convirtió en un "hasta aquí hemos aguantado" de miles de personas. Las movilizaciones llegaron a tal magnitud que el autócrata se vio obligado a visitar al héroe en el hospital, en la única fotografía que he podido encontrar. Pero ya fue inútil. Diecinueve días después de quemarse a lo bonzo, Mohamed murió en el hospital, y diez días después, el presidente se vio obligado a dimitir. Después de haber tenido, durante 23 años, un poder absoluto, un muchacho le ha obligado a salir huyendo.
Mohamed Bouazizi, sin rostro, sin pasado, ha escrito la historia más bonita de los últimos años y nos ha devuelto a todos la esperanza: sí, es posible cambiar las cosas.

http://noticias.lainformacion.com/mundo/mohamed-bouazizi-el-vendedor-de-frutas-que-acabo-con-el-regimen-de-ben-ali_nPXlxDoqdfw7ZJ9DwkX997/

jueves, 18 de noviembre de 2010

Toca fascismo

Por todas partes y desde todos los bandos se oye decir que, para solventar una crisis tan profunda como la actual, hacen falta cambios... cambios de Gobierno, se entiende. Y, en efecto, está habiendo cambios. En Alemania se pasa de la derecha a la ultraderecha, en Inglaterra se vira también hacia la derecha, en Francia Sarkozy intenta salvarse con el mismo giro ultraderechista, en Estados Unidos la ultraderecha cobra fuerza y empieza la caída en picado de Obama; Italia es el único país de nuestro entorno en el que ya gobierna la ultraderecha y, sin embargo, se prevé un cambio pero, no nos engañemos, ese cambio va a ser sólo de nombre: no caerá la ultraderecha sino Berlusconi, y no se lo cargará la izquierda sino la Iglesia.
Por supuesto, también en España se clama por un cambio que, quede claro, es siempre un cambio hacia la derecha. Y no es casualidad. En mi opinión, se trata de una maniobra orquestada y siempre que se quiere manipular a la gente a gran escala, es preciso echar mano de las personas más manipulables, es decir, las más ignorantes. A esas personas, a través, sobre todo, de medios de comunicación masiva, como la televisión e Internet, se les está inoculando el virus del fascismo por medio de constantes mensajes racistas, xenófobos y de trivialización de la política.
Un fenómeno paradigmático es el de Belén Esteban, el típico personaje que conecta con lo peor de la gente y que se lanza (¡qué casualidad que lo haga la cadena de Berlusconi, cuyo ascenso, por cierto, vino precedido por el de Cioccolina!) en épocas como ésta, de pleno ascenso del fascismo. Son los ídolos de barro (hoy de basura) que se lanza a las masas. Los permanentes mensajes que la Red difunde alertando contra los árabes porque están intentando conquistar el mundo con las armas, o los chinos, intentando conquistarnos comercialmente; alertando contra los inmigrantes porque están quedándose con el presupuesto del Estado en forma de ayudas sociales o paralizando la Sanidad acudiendo masivamente a intentar curar sus males; contra los presos, porque viven en hoteles de cinco estrellas, o los homosexuales... Reconozcan que es un auténtico bombardeo en dirección hacia el fascismo y la cuestión es: ¿de quién parte ese bombardeo? Obviamente, de aquéllos a quienes el fascismo beneficia: los más poderosos, los que, precisamente, han provocado esta crisis y no están dispuestos de ninguna manera a perder privilegios y, sobre todo, autonomía para ganar dinero como les dé la gana.

domingo, 7 de noviembre de 2010

Negro sobre blanco

Ya avisé que no podría resistirme a contar-comentar el último libro de Günter Wallraff. En la primera parte es un "negro", en sentido literal. Con un excelente camuflaje que, realmente, le hace parecer de raza negra, cuenta su experiencia como "un extraño entre alemanes". Lo interesante del planteamiento es que no trata de averiguar cómo viven las personas de raza negra en Alemania, sino qué sucede si uno de ellos intenta vivir como un alemán de raza blanca. Wallraff se dedica durante meses, sencillamente, a intentar llevar una vida normal: tomar una cerveza en un local céntrico, alquilar un pequeño huerto urbano, inscribir a su perro en una escuela de adiestramiento; ir a un partido de fútbol, participar en una actividad de ocio, como la visita a un parque público; a otra turística, como un paseo en barca; ligar en un bar, alquilar un piso, pasar un par de días en un camping con "su" mujer y "su" hija... y, sencillamente, le es imposible. En todas partes encuentra el desprecio o el abierto rechazo de los demás. Cuando, por ejemplo, la funcionaria municipal encargada de tramitar las solicitudes para uno de esos pequeños huertos urbanos tan abundantes en los alrededores de las ciudades alemanas, inventa mil y un impedimentos y se niega a facilitarle la hoja de inscripción, inmediatamente después entra una "compinche" de Wallraff con la misma solicitud y no se le pone la menor traba.

Con todo, lo más estremecedor no es comprobar el racismo que parece invadir al conjunto de la sociedad y que impide la integración que, al mismo tiempo, se exige a los "diferentes", sino la hipócrita forma de ejercerlo. Lo expresa muy bien la dueña de un bloque de apartamentos que se muestra muy amable con "el negro" pero, en cuanto entra la mencionada "compinche" suspira con alivio y le explica que acaba de estar un negro y ha pasado un miedo terrible (¡miedo!, otro concepto muy interesante, que parece presidir la mentalidad social actual como una plaga), pero que no piensa de ningún modo aceptarle como inquilino porque "no tengo nada en contra de ellos, pero, por favor, aquí no. Aquí no encajan". Ese "no encajan", que parece ser "la variante moderna del racismo", es tremenda: no somos racistas, puesto que no tenemos nada en contra de las personas de otra raza, pero no podemos aceptarles porque tienen "otra cultura".
Y aquí me viene a la memoria una frase lapidaria de Amin Malouf: lo contrario de la intolerancia no es la tolerancia, sino el respeto.
En fin, estoy deseando que entre en vigor la nueva ley contra el racismo que penaliza, creo recordar que con una pena de uno a tres años de cárcel, la discriminación de una persona por ser de otra raza, religión, descendencia, nacionalidad u origen étnico. Donde no llega la educación, tiene que llegar la ley: el racismo es un delito.

jueves, 4 de noviembre de 2010

Lo que no vemos o no queremos ver

Empecé a ser o ejercer como periodista antes de desear serlo, lo cual no quiere decir que no me gustara desde el primer minuto. Pero realmente empecé a reflexionar sobre esta profesión, a valorarla, entenderla y amarla después de leer "Cabeza de turco", de Günter Wallraff. Fue toda una revelación que un periodista se metiera en la piel de un turco en Alemania para poder contar cómo viven, de qué y cómo son tratados, y espeluznantes sus consecuencias. Después vino "El periodista indeseable" y, durante años, he estado echando de menos otra obra, a pesar de que, desde entonces, muchos han sido los periodistas que han intentado hacer cosas similares pero, a mi juicio, muy diferentes en realidad. En primer lugar, porque no es lo mismo camuflarse durante unas horas, días o semanas, que durante meses; pero, sobre todo, los trabajos periodísticos de este tipo que conozco tienden al espectáculo o a lo meramente anecdótico. Pongo el ejemplo más reciente que he visto: una periodista que pasa un tiempo viviendo en un basurero (la pobre debía de ser de prácticas, seguro). Un reportaje así parece tener como objetivo demostrar que entre la basura se vive fatal, lo cual resulta innecesario. El propósito de Wallraff no es nunca una obviedad sino que resulta revelador; nos descubre un aspecto de la realidad cotidiana -¡la nuestra!- que sólo intuíamos o que ni sospechábamos. En sus reportajes el lector interviene como parte de una sociedad cuyos entresijos desconoce o de los que es cómplice, a veces incluso sin saberlo. Por eso, conmueve profundamente e induce a la reflexión. Recomiendo a todo el mundo "Con los perdedores del mejor de los mundos", su nuevo libro, del que no me libraré de la tentación de escribir más y que, para empezar, tiene un título que nos recuerda, en plena crisis, que seguimos siendo un pequeño grupo de privilegiados ciegos y sordos a los verdaderos perdedores.

martes, 26 de octubre de 2010

Congoleñas



Es insoportable. La historia de los cientos de violaciones a mujeres congoleñas, con las tropas de la ONU a pocos kilómetros, es absolutamente insoportable. El País Semanal publicaba hace un par de semanas la historia, ya conocida pero ignorada, y era fácil imaginar el espanto de esas mujeres violadas y machacadas ante sus aterrados hijos, una y otra vez; mutiladas, vagando como fantasmas por los campos, escondidas en la selva, huyendo de una a otra aldea para ser, en ocasiones, de nuevo "cazadas" y desgarradas por esos hombres armados y desalmados.
Las comparaciones son, además de odiosas, innecesarias, porque la solidaridad es siempre bienvenida, pero estos días, en los que todos nos hemos emocionado con el rescate de los mineros chilenos, no puedo dejar de pensar en la terrible soledad de esas mujeres cuya tragedia merece tan poca atención por parte del mundo.
 http://blogs.elpais.com/aguas-internacionales/2010/09/violacion-como-arma-de-guerra-en-congo.html

La crueldad de esos hombres debimos enseñársela nosotros, los europeos.
Me alegra que Mario Vargas Llosa haya elegido para su próxima novela la historia de la vergonzosa colonización del Congo por Bélgica y las atrocidades del rey Leopoldo II quien, además de cargarse prácticamente toda la fauna de ese país, esclavizó y torturó con auténtico sadismo a la población. Los europeos hemos pasado muy de puntillas sobre el tema del colonialismo y ojalá ese libro sea sólo el comienzo de una revisión y difusión del capítulo más cruel de la historia contemporánea; sobre esa crueldad se asienta la prosperidad de esta parte del mundo y, me temo, que sobre la hipocresía del silencio ha crecido la cultura europea de la que tan orgullosos nos sentimos.
http://www.elpais.com/articulo/portada/maldad/elpepusoceps/20101024elpepspor_10/Tes




viernes, 15 de octubre de 2010

...Y la funcionaria de baja

Desde luego que el fraude fiscal es lo primero, pero no creo que eso para que también haya que controlar las bajas de quienes, cobren mucho o poco, no cumplen con su trabajo, lo que supone una carga extra de trabajo para sus compañeros y un servicio deficiente para el público. Hay casos sangrantes. Conozco uno: el caso de una funcionaria que, disgustada cuando cambió su jefe, decidió no volver a trabajar. Durante tres años, los que duró su nuevo jefe, sencillamente sólo acudió a su puesto de trabajo, con un aspecto de lo más saludable, para ir depositando baja tras baja: unas por estrés, otras por depresión, otras por gripe, otras por "gripe ansiosa", otras por trastornos relacionados con la menstruación... unas encadenadas a otras hasta sumar la casi totalidad de los tres años en que tardó su novio en volver a ser su jefe.
Francamente, ¿puede ser eso admisible? Eso sí, no entiendo bien que haya que pagar más al médico que le niegue la baja: lo que yo creo es que habría que sancionar al médico que le estuvo facilitando bajas indebidas y al inspector que tendría que haber evitado el fraude. Porque la cuestión no es incentivar el trabajo bien hecho (además de ser dudoso que no firmar bajas sea un trabajo bien hecho), sino, en éste y tantas otros ámbitos, el trabajo bien hecho de los inspectores. Desde mi punto de vista ésa es la grieta por la que no funciona la administración: porque no funcionan los servicios de inspección.
A raíz del anuncio de rebaja del 5 por ciento en el sueldo de los funcionarios ha cundido una oleada de apoyo a este colectivo, recordándonos, por ejemplo, que no todos son iguales (¡obvio!) o que tienen sueldos bajos. Eso de que, a cambio de un puesto fijo, ellos cobran menos, es ya un mito. Para empezar, muchos realizan trabajos privados con los que aumentan su sueldo y, habitualmente, no aumentando sus horas de trabajo sino detrayéndolas de sus trabajos públicos. Para continuar, los sueldos de los trabajadores en empresas privadas cada vez son más bajos, por no hablar de la creciente inseguridad laboral.
En suma, el abismo entre trabajadores de la empresa privada y de la función pública es cada vez mayor. Lo irritante es que se baje el sueldo de los funcionarios (no es, en general, sueldo, lo que les sobra) y se haga más fácil el despido de las empresas (ya es facilísimo), cuando lo que habría que hacer es justo lo contrario: que se suba el sueldo de los funcionarios que funcionan y se posibilite el despido de los que no funcionan en absoluto, y que se recorten los sueldos (los altos) en las empresas privadas, pero se les dé una mínima estabilidad en sus puestos.

miércoles, 13 de octubre de 2010

La funcionaria 213...

Estoy emocionada y tengo que contarlo. Desde que traje a mi hija mayor de La India, hace diez años, he tenido que visitar innumerables veces la sección de Bienestar Social de la Junta de Castilla y León en León, edificio sito en la Plaza de Colón. Aún recuerdo la primera vez. Nos presentamos (entonces aún estaba en el edificio central de la Junta) los felices padres de la mano de la niña, con una sonrisa de oreja a oreja, ante la única funcionaria en activo en ese momento, activa comedora de pipas, y le dijimos algo así como: "Bueno, pues tras cinco años de pesadilla, al fin estamos aquí con nuestra hija, ¿qué hacemos ahora?". Ella, sin dejar de comer pipas, respondió: "¡Pues ustedes sabrán!". Tras explicarle que en lo que nos acabábamos de convertir era en padres, no es técnicos de adopción, papel que se le suponía a ella, dudó un momento y resolvió el problema: "Pues habrá que llamar a Valladolid... Pasad por aquí dentro de una semana", tiempo que no requería una llamada ni con el primer teléfono inventado por Graham Bell.
Pues bien, desde ese día, he tenido que ir allí, como decía, para recoger las decenas de informes de seguimiento que no llegaron a enviarme a casa, para entregar traducciones de los mismos, para los mil y un absurdos y tediosos trámites de la adopción de mi segunda hija y, por fin, para conseguir (me ha llevado un año) que envíen al Juzgado de Instrucción los papeles de La India para que se inicie el proceso judicial: un trámite que podría hacerse en cinco o diez minutos pero que a ellos les ha llevado un año, desde que traje a mi niña.
En esas "cienes y cienes" de visitas, el proceso ha comenzado siempre igual: me presento al guardia de seguridad sentado en el vestíbulo, le cuento el objeto de mi visita, le doy mi carnet de identidad, toma nota de él en un papel, me entrega una identificación de visitante para que lo enganche a la ropa y me indica que suba a la segunda planta y vaya al despacho 213. La sección que visito tiene forma de L, con despachos a ambos lados, o sea, en cuatro hileras. A la derecha pone: "despachos 200 a 220". La sigo, observo las puertas abiertas de despachos con luces encendidas, en su mayor parte, y vacíos en todos los casos. Nadie, ni en el 213 ni en ningún otro. Me voy al otro brazo de la L. A veces he encontrado allí a una persona, otras ha sido fuera, en el vestíbulo de esa segunda planta. En todos los casos, abordo a esa solitaria figura y le cuento mi situación. El rito es que ella intenta quitarse mi muerto de encima y yo le digo, amable pero firme, que me da igual que no tenga idea del asunto, que yo estoy dentro del horario y no es mi problema si no está el ocupante del despaho 213 ni de ningún otro, y termino con un "aquí le quedan estos papeles y le hago a usted responsable" o "tome usted nota y désela a quien corresponda" o algo así. Normalmente, ahí queda la cosa, aunque a veces no he tenido más remedio que volver y volver.
Pues bien, ayer, por fin, he seguido el ritual cotidiano y, efectivamente, de los alrededor de cincuenta despachos de la planta, he encontrado ocupado... ¡el 213! La mujer, la verdad, estaba a punto de salir, pero le intercepté el paso efusivamente: "¡No sabe qué agradable sorpresa es conocerla! Usted no me conoce a mí pero yo estoy en su fichero, sí, sí, justamente dentro de su fichero, con dos adopciones nada menos. ¡Diez años y por fin la conozco!". Desconcertada, no ha sabido valorar ni mi emoción ni mi ironía, pero, con buen carácter, ha accedido a abrir su archivador y, en efecto, ha encontrado allí la carpeta que me concierne... aunque, ¡oooooooooh!, no estaba el expediente. Un funcionario que por allí pasaba le dijo que, probablemente, lo tendría Pilar. "¿Pero qué Pilar -preguntó ella-, la de arriba o la de abajo". "La de abajo", contestó él. "¡Ah, pues yo a esa no se lo pido!", concluyó mi recién descubierta funcionaria personal.
Pero la decepción no ha empañado la ilusión de haberla conocido y el deseo de que, tanto a ella como a sus ausentes compañeros les recorten, no el 5% del sueldo, ni el 10 ni el 80, sino que, sencillamente, se lo ajusten al trabajo que realizan: así habrá unos cuantos puestos de trabajo disponibles en el exhausto mercado laboral.

miércoles, 29 de septiembre de 2010

¿Yo por ellos y ellos por mí?


Me levanto cantando eso de "a la huelga, compañero, no vayas a trabajar, deja quieta la herramienta, que es la hora de luchar. ¡A la huelga diez, a la huelga cien; a la huelga, madre, yo voy también; a la huelga cien, a la huelga mil. Yo por ellos, madre, y ellos por mi!".
Es algo así como un instinto atávico en mi. En todo caso, no hago huelga.
No hago huelga, además de porque estoy en paro, porque no estoy de acuerdo. Hablando de instintos atávicos, esta huelga pone de manifiesto otro: el instinto suicida de la izquierda
No estoy de acuerdo por completo con la reforma laboral, aunque sí con la imperiosa necesidad de hacerla; menos satisfecha aún estoy con las medidas tomadas para apretar las tuercas a la otra parte, la de los ricos, sobre todo en lo que se refiere a los bancos que son, al fin y al cabo, principales causantes de la crisis, pero también entiendo la enorme dificultad que el sistema ofrece para ir muy lejos con este tipo de medidas. Y, sobre todo, aunque, en mi opinión, Zapatero se ha quedado corto en las dos cosas (en la reforma laboral, porque no ha tomado medidas para reducir los gastos de la administración pública, y en la subida de impuestos a las rentas más altas, porque falta, por ejemplo, reinstaurar el impuesto al patrimonio), también tomo en cuenta su valor a la hora de hacer lo uno y lo otro aunque, lamentablemente, muy, muy tarde.
Pero poco y tarde no es, a mi juicio, motivo para hacer una huelga general, que sólo se justificaría si se tratara de cambiar la dirección política; lo que, por cierto, mucho me temo que consigan los sindicatos con esta huelga.
Claro que tampoco estoy de acuerdo con quienes no secundan la huelga, porque, hasta ahora, los únicos argumentos que les he oído o leído son el antisindicalismo.

Es el mundo al revés: los yanquis son ahora más progresistas que los europeos, China más dinámica que Alemania, los sindicatos hacen huelga general a un gobierno de izquierdas, en su momento de máxima debilidad, para que haga una política de izquierdas y con unas reivindicaciones dudosamente izquierdistas; y yo, lamentando la huelga pero sin desear su fracaso, es decir, con el corazón más partido que un ecologista en la marcha minera.
Simplificando, tengo la impresión de que quienes convocan la huelga lo hacen en favor de los funcionarios, y quienes la critican lo hacen en contra de los sindicatos. Y bien, ¿qué voy a hacer hoy yo?... Pues me temo que me limitaré a acercarme a la Oficina de Empleo con el ardiente deseo de que, en la próxima ocasión, yo tenga, al menos, un empresario al que poder fastidiar: eso ya sería un motivo.

sábado, 18 de septiembre de 2010

Fresas salvajes



Durante diez años, la primavera y el verano han convertido en un festín para los sentidos un rincón de Navatejera: un amplio jardín en una casa de campo del área metropolitana de León. Allí, he podido seguir en directo la cría de una pareja de cigüeñas, unos herrerillos instalados en el hueco de un tronco seco, dos parejas de torcaces, mirlos, urracas, pájaros carpinteros, un petirrojo al que le gusta la comida de gato, una lechuza y un mochuelo, pero el rincón al que me refería es un espacio de unos cien metros cuadrados, protegido de la calle por un alto y grueso seto y rodeado por un cedro, un laurel y un viejo sauce llorón que le proporcionan, a distintas horas del día, sol y sombra a capricho. Originalmente, estaba cubierto de césped, pero, año a año, se fue convirtiendo en lo que llamamos "el campo de fresas salvajes".
Quiero contaros la historia. Mi marido es hijo de guarda forestal y tiene un hermano que también es técnico forestal y se dedica a la jardinería. Hace unos diez años, ambos hicieron una excursión a la Cascada de Sotillo, un lugar increíble situado en los Montes de León, en la comarca de Sanabria, y regresaron con un par de plantas de fresas silvestres que trasplantaron a su huerto de Santibáñez de Tera, en Zamora, donde, durante tres años, rebuscábamos entre las matas unas diminutas fresas cuyo olor y sabor, una vez probados, nunca se olvidan, trasladándonos a una infancia bucólica.
Unas obras en el jardín de los abuelos acabaron con esta maravilla, pero antes, el abuelo, no queriendo privarnos de ese placer, transplantó tres pequeñas matas a una maceta. Estas tres plantitas iniciaron la conquista, metro a metro, año a año, del campo de fresas salvajes de Navatejera, hasta formar parte de un laberinto de pasillos rodeando bancales de un metro cuadrado cada uno, formados por miles de plantas de fresas que han convertido el jardín, cada primavera y verano, en un festín de los sentidos para mi familia y un puñado de amigos.
El campo creció cada año con nuevos bancales que, antes, alojaron guisantes, que comíamos en fresco en la misma mata (otra de mis pasiones) y que han aportado nitrógeno al suelo lo que, al parecer, favorece la plantación de fresas al año siguiente.
El miedo a que pudieran perder su sabor, olor y enormes cualidades nutritivas, nos hicieron mantener una constante batalla por proteger la plantación de cualquier agente contaminante, de modo que no utilizamos ni siquiera abono, excepto algo de compost vegetal de las propias bayas y hierbas del jardín y, en el último año, una pequeña cantidad de estiércol de caballo; esto, junto con el humus vegetal, algo de arena de río y la propia tierra del jardín que antes sostenía el césped, han sido sus únicos alimentos, intentando reproducir al máximo las condiciones de su lugar de origen, en Sanabria.
Las imposiciones del clima propio de esta tierra a 800 metros de altitud -dos o tres nevadas cada invierno y hasta 35 o 37 grados en verano- terminaron de convertir estas plantas en especiales, junto con otros facotres como la penumbra y el agua, procedente de un pozo a 35 metros de profundidad que se alimenta del cercano río Torío.
Todo eso se acabó este mes de agosto. El paro nos ha arrojado de ese pequeño paraíso, pero en la pesadilla de la mudanza no hemos olvidado nuestras fresas salvajes y puedo decir que les hemos encontrado el lugar idóneo. Esta vez han cambiado nuevamente de río, pasando del Tera al Torío y, ahora, al Porma, el río que nació de la sangre de la bella joven montañesa Polma, traspasado su corazón enamorado por su amante, el bravo guerrero Curienno, cuya sangre dio lugar al Curieño, su afluente; nuestros Romeo y Julieta particulares dieron así lugar al "río del olvido" de Julio Llamazares; el río que nace, entre hayas, abedules y avellanos, en un lugar sagrado de lagos y fuentes donde viven las xanas; río truchero cuyo topónimo podría derivar de la raíz hebrea "para", que significa ser fecundo, fértil, prolífico, propagarse, multiplicarse, hacerse fuerte, brotar de la raíz... En fín, el sitio ideal para "crecer y multiplicarse".
Nuestras fresas salvajes, en una finca de Castrillo del Porma a la misma vera del río, están, así, completando su extraordinaria capacidad de adaptación (como mi propia familia), cualidad que será de gran importancia a la hora de ser trasplantadas a macetas o a cualquier otro lugar; pues ésa es su vocación: extenderse, como toda especie, vegetal o animal, amenazada. Nada nos gustaría más que compartir sus frutos, bien directamente en Castrillo, bien facilitando esquejes, con quienes sepan apreciarlo.
http://fresas-silvestres.blogspot.com/

miércoles, 30 de junio de 2010

Ético, estético y ecológico

He entrado a ver la exposición en el Centro Leonés de Arte sobre el libro de Ramón Carnicer "Donde las Hurdes se llaman Cabrera", el primer "libro de viajes" que leí y que escribió a partir de un recorrido por esta comarca leonesa hace justamente cuarenta y ocho años. El libro, que leí antes de conocer La Cabrera, me sorprendió y fascinó en su momento, por la sencillez y rotundidad con que estaba escrito, por la enorme verdad que emanaba; era de esos libros en los que crees ver claramente al autor, en este caso, como una persona valiente y tremendamente honesta. Por eso, además de gustarme el libro (lo releí años después, cuando ya había visitado esos lugares, y volvió o encantarme), me quedé prendada del autor.
Trabajando en Radio Nacional tuve la oportunidad de conocerle. Le hice varias entrevistas cortas pero, sobre todo, una más larga, en Ponferrada, en la que pocas veces he escuchado tantas ideas interesantes y tan bien expresadas. Entre ellas, la definición de cultura que, desde entonces, haría mía: "la cultura, para serlo, debe ser ética, estética y ecológica".
Viéndole en la fotografía expuesta en la que él mismo aparece con su mochila y su sombrero de paja, recorriendo esos 150 kilómetros ojo avizor, realmente se ve que él era así, como atestiguan también sus diatribas contra la electricidad, el invento a partir del cual comenzaron, según me dijo entonces, los problemas del planeta y del propio ser humano contemporáneo. Era un sabio y, como tal, tan modesto como genial. Para quienes no le hayan leído, les pido que lo hagan. Y pido a las instituciones competentes, una mayor atención a su figura y mayor promoción de su obra.

viernes, 28 de mayo de 2010

Ahora o nunca

Empiezo a estar harta. O más que harta. Zapatero está demostrando que el tiempo no necesariamente te enseña; ni el tiempo ni el cargo. Sigue cometiendo los mismos errores que cometía cuando era el secretario provincial del PSOE en León: rodearse de mediocres e intentar a toda costa agradar a todos. Supongo que es una cuestión de soberbia o... qué sé yo, no quiero juzgarlo ni importa demasiado. El caso es que sus cualidades están sirviendo de bien poco frente a esos recalcitrantes defectos. Llevo meses recordándome las cosas que ha hecho bien como presidente y diciéndome que valían más que cualquiera de los errores: poner fin a nuestra intervención en la guerra de Irak, aprobar la investigación con células madre, normalizar socialmente la homosexualidad, la ley de dependencia y la creación de la asignatura de Educación para la Ciudadanía. Esas cinco cosas, desde mi punto de vista, salvaban su Presidencia. Procuro no olvidarlas. Me parecen de una enorme trascendencia. Pero es difícil, está, de hecho,  empezando a ser imposible sujetar con ellas el platillo de la balanza que pueda equilibrar esta pesadilla de anuncios de medidas que se rectifican al día siguiente o que no llegan a ponerse nunca en marcha. 
No le culpo del todo. Bien es cierto que el PP, que no se ha renovado en absoluto y sigue poblado por los mismos fascistas y corruptos que antes (y por los que no son ni lo uno ni lo otro, ciertamente), ha decidido que cualquier medio justifica su fin, el de ganar las elecciones, incluyendo el ambiente prebélico en el que están sumiendo al país; negándose (¡y es el colmo, algo que no se les puede perdonar... porque no es el dinero lo más importante y la Educación debería estar por delante de la crisis!) incluso a consumar un imprescindible y urgente Pacto por la Educación.
Pero Zapatero tiene la mayor responsabilidad de, no sólo no ser capaz de sacar al país de la crisis (o, mejor dicho, de dos: la financiera y la de la construcción) sino además, con ello, echarnos en brazos de una derecha que, no lo olvidemos, es quien las ha provocado, con la desregulación total del sistema financiero y la liberación del suelo, es decir, con la creación de las dos burbujas, especulativa y urbanística, que, finalmente, han explotado.
Y nos echa en sus brazos por no ser capaz de enfrentarse a los bancos (¡que nos devuelvan ya el dinero!), a los ricos (¡que reponga el impuesto del Patrimonio inmediatamente!), a los sindicatos (que les corte el grifo con el que se han convertido en poco más que el amparo de los funcionarios y de sus propios liberados); que impida, pero desde hoy mismo, a los ayuntamientos gastar dinero a manos llenas en engordar plantillas con los sobrinos de los amigos y privatizar servicios públicos; que disuelva las diputaciones provinciales y los patronatos que no sirven para nada más que procurar sobresueldos a los políticos; que impida los escandalosos salarios de los banqueros, incluidos los de las presuntamente públicas Cajas de Ahorro...
Que se atreva de una vez a hacer lo que debe (incluyendo sustituir a toda la corte de aduladores de la que se ha rodeado por personas con criterio) y, de hecho, estoy segura de que quiere, pero sin un minuto de dilación... o dejará a las puertas de Cáritas a sus decepcionados votantes y pasará a la historia como uno de los peores presidentes de Gobierno con un programa que ofrecía la esperanza de todo lo contrario.

jueves, 6 de mayo de 2010

El día en que a las niñas les quitaron las pelotas


Recuerdo los primeros años escolares de mi hija mayor. Desde pequeñina ha sido muy activa, así que sus juegos favoritos consistían en trepar, saltar, correr, dar volteretas y, en fin, moverse. A la hora del recreo el profesor les daba una pelota como único juguete. Un día, en Primero o Segundo de Primaria, salió muy enfadada del colegio: un niño se hacía con la pelota en cuanto tocaba el patio y a ella no la dejaba jugar. Me explicó que ese niño jugaba con otros niños, pero a ella no la admitían, así que tenía que quedarse con las otras niñas jugando a comiditas, lo que le resultaba mucho más aburrido. Cuando le conté la situación a su tutora, al parecer firme partidaria de una sociedad ultraliberal y contraria a toda regulación o discriminación positiva, me dijo que los niños tenían que resolver solos sus conflictos; apelé al director y éste me propuso que, en último extremo, ella llevara su propia pelota, lo que me resultó totalmente antipedagógico, pues no se trataba, en mi opinión, de que ella pudiera jugar a la pelota, aunque fuera sola o con otra niña, sino de que pudieran jugar niñas y niños, distribuyéndose por juegos, no por sexos.
Aún estaba yo dándole vueltas a otra estrategia a seguir cuando me anunció que ya no quería jugar a la pelota: sólo jugaban los niños y, además, sólo jugaban al fútbol. Evidentemente, se había adaptado a la nueva situación, a esa norma social de niños con niños y niñas con niñas, con ambos grupos haciendo cosas bien distintas; en ese último proceso perdió al que, hasta entonces, había sido su mejor amigo, pues éste también se había acostumbrado a pasar el recreo jugando al fútbol con los demás niños.

Ayer mi hija pequeña, de 6 años, salió muy enfadada del colegio: "Pablo Jiménez coge la pelota y se la quedan los niños todo el recreo y a mí, mamá, no me dejan jugar".
Sé muy bien cómo termina esa historia... estamos en ella. Ahora sé también cómo y cuándo empieza.

miércoles, 5 de mayo de 2010

Un ordinal, por favor


Decidido. Este año no celebraré el 40 aniversario del Día de la Tierra (y lo siento de verdad), ni el 92 de la independencia de Lituania (lo siento menos, ciertamente), ni el 125 del nacimiento de Blas Infante o el 91 de la muerte de Zapata o el 30 de la de Rodríguez de la Fuente; no celebraré el 20 aniversario de la liberación de Nelson Mandela, la creación de Photoshop, la puesta el órbita del telescopio Hubble, y ni tan siquiera el 100 del nacimiento de Miguel Hernández.
Estoy harta de cardinales y, aunque el nombre cardinal es mucho más bonito y evocador que el de ordinal, porque prefiero orientarme que seguir el orden, añoro enormemente esas palabras que, por difíciles, resultan tan especiales: cuadragésimo, nonagésimo segundo... Porque, ¿quién puede negar la belleza de un, por ejemplo, sexagésimo sexto o quincuagésimo quinto? Y, por contra, ¡qué incoherente resulta decir el veinte aniversario o el 13 centenario!
Les pasa a los ordinales lo que a tantas normas (como el plural de las palabras terminadas en "i", que parece una bobada, pero yo no me acostumbro a vivir entre marroquís o hindús), por no decir tantísimas palabras, que ya no es que caigan en desuso, yéndose al limbo de las palabras olvidadas, sino que, a menudo, son asesinadas por otras, importadas tal cual o deformadas, del idioma inglés.
Cierto que la lengua tiene que evolucionar, al modo en que evoluciona la sociedad, pero esa evolución hacia el empobrecimiento le recuerda a una, de forma demasiado dolorosa, esa evolución social hacia lo simplificador, lo mísero, lo tópico, lo gregario... Y, en todo caso y sobre todo, estoy dispuesta a aceptar (¡qué remedio!) la inevitabilidad de ese camino paralelo, pero lo que rechazo de pleno es que, tan a menudo, el lenguaje cambie no porque cambie la forma de hablar de la gente, sino por la ignorancia de quienes hablan para los demás con eco inmerecido, a saber, periodistas, políticos y famosos; de modo que si su ignorancia les lleva a desconocer el uso de los ordinales, no sólo tienen la cara dura de sustituirlos por cardinales sino que, encima, lo hacen con tal desparpajo e insistencia que consiguen generalizar sus errores.

martes, 20 de abril de 2010

El calamar vampiro gigante

El periodista Matt Taibbi definió, en la revista Rolling Stone, al banquero Goldman Sachs, como "un gigantesco calamar vampiro que envuelve a la humanidad y succiona sin piedad dondequiera que encuentre algo de dinero". La definición me parece muy acertada para este tipo que preside el cuarto banco más poderoso, que ha "nombrado" y sigue nombrando a todos los presidentes del Departamento del Tesoro de Estados Unidos y que acaba de ser acusado (él no, su banco, en el que ya ha encontrado a un chivo expiatorio) de engaño por la Comisión de Valores poco después de haber afirmado eso de que "los banqueros hacemos la obra de Dios en la tierra" y mientras, en este trimestre, duplicaba sus beneficios (los suyos, no sé los de Dios); pero, por extensión, también me parece una definición acertada para todos los banqueros; acertada, aunque incompleta, porque podrían añadirse muchas otras imágenes y calificativos, entre ellos un inveterado cinismo. En unas declaraciones que escuché por la radio pero no he conseguido escontrar por escrito, el presidente de la CECA decía hace poco, instando a una urgente reforma laboral, que el sistema financiero, "que ha sido puntal en la recuperación de la crisis" podría, en caso contrario, dejar de serlo. Así que este hombre, el mismo que achaca a la sociedad vivir en "un mundo de osos amorosos" y ser incapaz de afrontar sacrificios, se atreve a decir ya a las claras lo que, de otro modo, llevan ya tiempo vendiéndonos: que los bancos no han sido la causa de la crisis sino el puntal de la recuperación. Y van consiguiendo que el mensaje cale, porque yo ya hace tiempo que no oigo a nadie maldecirlos; las críticas a la forma en que el Gobierno maneja la crisis (en mi opinión, no todas con el mismo fundamento) parecen haber convertido a éste en el propio causante de la crisis, dejando a los banqueros en un segundo plano en el que se les escucha como a "expertos", "profesionales" o, en fin, personas dignas de crédito; lavan su imagen a toda prisa, aprovechan el caos que han causado para llenarse los bolsillos más que nunca y vuelven a decir a los políticos lo que tienen o no que hacer sin el menor sonrojo.


sábado, 3 de abril de 2010

Papa al banquillo

Hoy, Viernes Santo, me parece la fecha idónea para pedir el procesamiento del Papa Joseph Alois Ratzinger por encubrimiento del delito de pederastia, así como de cuantos cardenales y curas en general han participado en el mismo, además, por supuesto, de a los propios pederastas. No puede ser que quienes aplican las leyes terrenales permitan que alguien se autoexcluya de ellas, sometiéndose únicamente a las leyes divinas que él mismo crea. No puede ser que se permita una campaña tras otra en defensa de los fetos a los mismos que cometen u ocultan abusos sexuales a los niños y niñas. No puede ser que se consienta la impunidad de alguien sólo por ser el líder de una confesión religiosa. Ni es posible que se sigan concediendo a la Iglesia privilegios en materia de ¡educación!, materia en la que su voz es tenida en cuenta a la hora de mantener la asignatura de Religión en los colegios públicos, de recibir ayudas estatales en los privados o de consentir, además, el pago "voluntario" de los padres cada mes.

 Me parece igualmente escandalosa la actitud hipócrita de la mayoría de los católicos, a muchos de los cuales les oigo, un día sí y otro también, quejarse de la supuesta crisis de la familia que provocan las leyes progresistas del Gobierno y de la supuesta (y falsa) inseguridad que acosa a sus hijos por culpa de los inmigrantes o de leyes relajadas respecto a la delincuencia; sin embargo, no alzan la voz ni se movilizan a la hora de protestar por la  inseguridad real de sus hijos en las catequesis, seminarios o internados religiosos, a pesar de que, en muchas ocasiones, ellos mismos han sufrido o sido testigos de, como poco, malas experiencias con curas en su niñez.
Por contra, hemos de soportar la reacción feroz de los lobbys católicos mostrando a la Iglesia como víctima, en lugar de verdugo, y su creciente influencia en todas las instituciones, empezando por las europeas, donde ejercen de auténtica mafia (no hay más que ver la página web en la que valoran a los eurodiputados en función de su defensa o ataque a la Iglesia católica y ejercen una auténtica presión política utilizando sus actuaciones privadas).
Da la impresión de que, en el inconsciente colectivo eclesial aún pervive el poder omnímodo que ejerció durante siglos y que, en el de la ciudadanía, pervive aún el miedo al fuego... ya sea el del infierno o el de la Inquisición.

lunes, 8 de marzo de 2010

Irena Sandler... ¡y feliz Día de la Mujer!

Hace algún tiempo leí, creo que el El País, un reportaje sobre una mujer que desconocía y cuya historia era realmente conmovedora, Irena Sandler. Era una enfermera polaca cuando su país fue ocupado por los nazis. Consiguió un permiso para trabajar en el ghetto de Varsovia y, además de atender a los judíos allí encerrados, se jugó la vida cada día sacando de allí a escondidas a los niños para ponerlos a salvo. Por diversos medios, a veces realmente ingeniosos, y siempre tremendamente arriesgados, esta mujer consiguió salvar la vida a 2.500 niños; los escondía en una maleta, en un saco... hasta en un féretro. En su casa, registraba los nombres de los niños, para que pudieran recuperar su identidad tras la guerra, y enterraba los papeles, metidos en tarros de cristal, bajo un árbol de su jardín; gracias a ese tesoro, los escasos padres supervivientes pudieron reencontrar a sus hijos; los demás, fueron adoptados u acogidos por otras familias.
Irena Sandler terminó siendo capturada por los nazis, quienes la torturaron y la rompieron las piernas. Inválida, esta mujer llevó, tras la guerra, una vida sencilla y anónima, hasta que en su vejez, fue internada en una residencia de ancianos.
Muchos de aquéllos a quienes ella salvó la vida acabaron por encontrarla y ella comentaba, casi con asombro y, desde luego, con emoción, que su habitación en la residencia siempre estaba llena de flores. En la breve entrevista que acompañaba el reportaje, Irena aseguraba que no se consideraba en absoluto una heroína ni había sentido nunca la tentación de dar publicidad a su historia porque no había hecho nada extraordinario, "solmanente hice lo que debía".
El coraje y la humildad de esta mujer deberían haberle valido, no sólo la gratitud eterna de esas 2.500 personas y de sus familias (que, sin duda, la tiene), sino de todo el mundo. De hecho, el año pasado fue propuesta para recibir el Premio Nobel, pero no fue seleccionada.
Hoy, Día Internacional de la Mujer Trabajadora, me entero de que ha muerto, con 98 años de edad. Cualquier reconocimiento llegará, pues, tarde, pero sigue siendo justo y necesario.



sábado, 27 de febrero de 2010

¡Fuera pobres!

No sé si crear un grupo de apoyo al alcalde de Valladolid, por prohibir la mendicidad en la ciudad porque, dice, provoca vandalismo... En fin, que molesta, queda como sucio y feo. Tampoco va a permitir la presencia de quienes venden pañuelos (¡qué será de mi sin ellos, con mi catarro permanente a cuestas, que más que un catarro creo que es una protesta al largo invierno!) o se ofrecen a limpiar el parabrisas. Yo le sugiero que amplíe la orden y no sólo no permita a los mendigos pedir en la calle sino ni siquiera transitarla porque, las cosas como son, no van tan limpios y arregladitos como nosotros, los que el alcalde llama "gente de bien" (habrá querido decir "gente bien") y desdicen mucho. En fin, que el alcalde de Valladolid, además de "limpiar" la ciudad sin un euro de gasto, ha dado con la fórmula de afrontar la crisis: ¡fuera pobres!
Lo que le reprocho es que no aclare un poco más los términos utilizados como justificación. A saber: dice León de la Riva que los mendigos hacen pintadas (¿andan pidiendo dinero y se lo gastan en esprays de pintura?) y ruidos excesivos, que no me lo explico a no ser que se refiera a los que tocan algún instrumento musical, lo cual suele denominarse más bien música. Por cierto que espero que cunda el ejemplo en León y el alcalde prohiba los ensayos callejeros que, durante todo el año, hacen las bandas de Semana Santa, no sólo por resultar, éste sí, un ruido excesivo sino, además, inútil, porque ya me contarán si hace falta un año entero de ensayos para aprender a tocar dos melodías de tambor y corneta. Respecto a lo único salvable en la ordenanza, la prohibición de utilizar a niños para la mendicidad, debiera saber el alcalde que eso ya es ilegal, como no podría ser menos.


Y aquí no me resisto a incluir un pequeño relato, "Café y leche", que en su día escribí sobre una historia absolutamente real que me pasó hace unos años.
Tenía once o doce años, el pelo de color pajizo; una cazadora de algodón, más que insuficiente para afrontar el frío de noviembre, bastante sucia, y unos ojos pardos que conservaban la mirada limpia de la infancia. Valoré esa mirada, pues era evidente que debía librar una dura batalla contra la madurez que impone el mal trato de la vida.
Cuando él atravesó la puerta de la cafetería, yo estaba sentada en una mesa junto a la cristalera, pegada al sol de media mañana y apurando café y cigarrillos. Esperaba al gerente de una empresa de publicidad que iba a ofrecerme un trabajo que me rescataría del limbo del paro en el que llevaba más de dos años; o, al menos, en eso confiaba yo. Se estaba retrasando, así que lo último que yo necesitaba era la compañía de un niño mendigo.
Tenía malas experiencias al respecto. En una ocasión, dos rumanas a las que di cinco euros me persiguieron literalmente por la calle pidiéndome otros quince, hasta que alcancé un taxi en el que distanciarme; y otro que, al parecer, tenía que viajar a no sé dónde para conseguir un trabajo, se me pegó durante veinte minutos en una parada de autobús hasta que le di los veinte euros que llevaba, sólo por quitármelo de encima. Ahora no podía permitírmelo. La cuenta estaba en números rojos y el crédito de la tarjeta iba a agotarse en cualquier momento. Así que, cuando el crío entró, hice lo mismo que los demás clientes: mirar hacia otro lado e intentar pasar desapercibida.
Me concentré en la lectura del único periódico que había encontrado libre: un deportivo que no me interesaba lo más mínimo. En la mesa de al lado, una pareja también había reparado en él. “Agarra el bolso –le dijo el hombre a su compañera-, que estos extranjeros es a por lo que vienen”.
El niño, mientras tanto, se había detenido a unos pasos de la puerta y miraba a su alrededor sopesando a cuál de las figuras, natural o fingidamente ausentes, acercarse. “Qué no sea a mí”, parecíamos pensar todos. Pero antes de que se decidiera, un camarero lo interceptó, agarrándolo por un brazo y empujándolo hacia la puerta. El crío intentó esquivarle, pero el camarero se mostró rotundo: “Aquí no vuelvas a entrar. No se te ocurra molestar a los clientes”.
Sin pensarlo, alcé la mano haciendo un gesto hacia el camarero. “Oiga ­–dije levantando la voz-, ese muchacho es mi invitado. Déjelo en paz y tráigale a mi mesa lo que le pida”. Ambos me miraron con igual gesto de sorpresa; yo también me había sorprendido a mi misma. Tímidamente, el muchacho se acercó y me preguntó si de verdad podía pedirse un vaso de leche. “Un vaso grande de leche y un par de bollos”, ordené al camarero, que me miraba con una mezcla de reproche y conmiseración.
Mientras devoraba su desayuno, yo me preguntaba qué haría cuando se presentara mi cita, pero al mismo tiempo no podía apartar los ojos del chico. Observé que tenía las manos enrojecidas y ásperas, algunas espinillas que anunciaban la cercana adolescencia, largas pestañas. Bajo la estrecha cazadora, cerrada hasta el cuello, no se adivinaba otra ropa. Él también me miró y me dedicó una sonrisa tan alegre que casi me hizo reír.
“¿De dónde eres?, le pregunté. Me respondió que era portugués y vivía con su familia en una vieja caravana que habían aparcado a las afueras de la ciudad. “Ahora venimos del Bierzo, de recoger castañas”, concluyó.
Evité hacerle más preguntas, temiendo que se sintiera obligado a contestarlas sin tener ganas, máxime cuando era evidente que le costaba bastante expresarse en español.
Miré el reloj. Mi cita no vendría ya. Él, que ya se había terminado la leche y uno de los dos suizos, malinterpretó el gesto: “Ya me voy –dijo-, éste otro bollo me lo llevo para luego. Muchas gracias”. “De nada, que tengas suerte”, le contesté, y deseé realmente que la tuviera.
Yo me fui poco después de él, decepcionada por la esperanza de trabajo que se esfumaba, pero también por no haber aprovechado la ocasión para charlar un poco más con mi inesperado invitado.
La ocasión se presentaría unas semanas después, y tampoco la aproveché. Ese día era algo más tarde y me encontraba en la misma cafetería, creo que incluso en la misma mesa. No pensaba en el niño portugués, sino en que había olvidado pasar por el cajero, así que, aunque me apetecía una tostada, decidí conformarme con el café, por si acaso no llevaba suficiente dinero.
Estaba terminando de tomármelo cuando él apareció, con la misma cazadora sucia y la misma mirada limpia. Nada más verme, me dirigió una de sus amplias sonrisas y se acercó a mi mesa. “Lo siento –le dije sintiéndome mal, ante la posibilidad de que creyera que estaba rechazándole-, hoy no puedo invitarte a nada porque he olvidado pasar por el cajero y temo no tener suficiente ni para mi café. Lo siento de verdad”. Él no se mostró en absoluto enojado y si se sentía decepcionado, tampoco lo demostró. Me hubiera gustado charlar otro poco con él, preguntarle, al menos, su nombre, pero me resultaba incómodo entretenerle mientras yo tomaba un café y él no tomaba nada, así que apuré la taza, mientras él se dirigía al fondo de la cafetería. Fugazmente, vi que hablaba con un camarero. Debió salir, o ser expulsado, por la puerta que se encuentra en ese extremo porque, cuando me levanté de la mesa, ya no estaba. Abrí la cartera y conté las monedas; sí, tenía para el café, pero no lo hubiera tenido para la tostada. No hubiera sido la primera vez que mi mala cabeza me llevaba a esas bochornosas situaciones. El camarero que me había servido se dirigía a otra mesa, bandeja en mano, y lo abordé por el camino, con el dinero en la mano.
-Ah, no, señorita. Su café ya está pagado -me dijo mientras me mostraba en su mano un buen montón de calderilla.








martes, 23 de febrero de 2010

Vuelta al Jardín de Infancia

Hace un tiempo que he creído observar un cambio de tendencia en lo que "se nos vende". Hasta hace unos meses (cuento con que hará más en Estados Unidos, que es el productor de nuestros gustos, preocupaciones, etcétera), veía en los canales de documentales frecuentes reportajes sobre el cambio climático y sus efectos devastadores, sobre especies animales y vegetales en extinción, paraísos perdidos, pueblos y tribus extintas o en peligro, países devastados por guerras provocadas por los países de Occidente interesados en sus recursos naturales, etcétera. Ahora, sin embargo, todos esos reportajes parecen haber desaparecido de la parrilla y, en su lugar, son frecuentes los de animales, cachorros, preciosos parajes, selvas que parecen albergar tesoros inexpugnables... Se mantienen, eso sí, los de catástrofes y sucesos, porque no conviene que se nos vaya el miedo del cuerpo, todo lo contrario (lo uno empuja a lo otro), pero es obvio que el dolor humano y el de la naturaleza ya no interesan o lo hacen en mucha menor medida.
Ahora toca ir "en positivo", según expresión al uso de los políticos y propagadores de ideas. Y, mientras reflexionaba sobre las posibles causas de este hecho y el hecho en si, me he topado con un reportaje en el suplemento de La Vanguardia que podría tener mucho que ver. Se titula "Adictos a lo mono" y se resume en esta entradilla: "Se acabó el reinado de lo cool. Un tsunami de animales achuchables y demás lindezas no aptas para diabéticos está transformando el marketing, la política o Internet".
En efecto, he llamado ya la atención sobre el devastador reinado de lo cursi y lo pijo entre niñas y adolescentes, pero también he observado que a las mujeres adultas se nos venden, cada vez más, similares productos: ropa con diseños infantiles; emoticonos que lo invaden todo; móviles, portátiles y demás artilugios de color rosa, coches que parecen de juguete, correos con PPS que recuperan la imagen de las madres dulces, tiernas, sacrificadas... en fin, las santas esposas y madres...
Realmente, la cosa es para gritar ¡socorro! 
El reportaje da algunos datos: la web Cute overload, de 100.000 visitas diarias, está repleta de fotos y vídeos de perritos, gatitos y conejitos; los clips de bebés y animalitos suman más de mil millones en YouTube, con más del 80% de visitas de adultos... Y ofrece una explicación. Al parecer, la tendencia viene de Japón (padre de la deleznable e inexpresiva Kitty de Hello Kitty que, personalmente, me pone los pelos de punta y me da dolor de barriga) y se adoptó por Estados Unidos a raíz de los atentados del 11 de septiembre. "Con una recesión en las postrimerías del 11-S y dos guerras interminables, los estadounidenses están produciendo una cultura popular que parece estar diciendo: por favor, quiérenos", explica el reportero que, por cierto, se llama Jim Windolf y originalmente escribió el reportaje para Vanity Fair.

Pero yo creo que está explicación sólo se refiere al contexto que, en efecto, es el más apropiado para vendernos esta "(in)cultura popular", pero la estrategia de "lo mono" no es única; va acompañada por ese constante bombardeo de temores (nos invaden los chinos, los moros, los rumanos, los colombianos... por todas partes hay delincuentes peligrosos acechando, la inseguridad es cada vez mayor, dependemos de nuestras propias fuerzas...) y un debilitamiento radical de los poderes públicos (las constantes críticas a los políticos en general o a la política o a todo lo público es otra estrategia paralela), al mismo tiempo que se crean paraísos artificiales (los juegos vía Internet los poblados de ellos) y se nos transmite la idea de que, frente a la globalización (que tanto nos asusta, pero que el mercado emplea tan eficazmente) tenemos que cultivar con esmero nuestro pequeño jardín (la familia, los amigos) y vallarlo sólidamente con muros y alambre de espino.
En definitiva, creo que el objetivo del mercado es, como siempre, hacerse cada vez más fuerte y debilitarnos cada vez más a nosotros, la gente, el pueblo, los votantes... adormeciéndonos en un colchón de plumas, por supuesto de color rosa.

martes, 16 de febrero de 2010

Baltasar Garzón, el héroe del siglo XXI


"No te perdonarán ser alto", decía Joaquín Sabina a Gulliver en una canción. Baltasar Garzón es el juez más "alto", en su capacidad de trabajo, en su compromiso social, en su sentido de la justicia por encima de conveniencias políticas o diplomáticas, en su "altura" de miras. Y, evidentemente, no se lo perdonan gente de toda catadura, ni de derechas ni de izquierdas, lo que demuestra que es, realmente, un hombre comprometido, ante todo, con su propio sentido de la ética.

Para mí, el hombre que desafió a sus propios correligionarios destapando y llevando a sus últimas consecuencias el caso GAL, el hombre que desafió el oportunismo político llevando al banquillo de los acusados al infame Pinochet, el que ha puesto bajo sospecha a Henry Kissinger, a Berlusconi o al BBVA; el juez que ha dado los mayores golpes, con las únicas armas del trabajo duro y la democracia en la mano, contra el terrorismo, el tráfico de drogas o la corrupción; el que, por mor de la justicia, ha abierto la pesada losa de falso olvido que pesaba sobre las víctimas de la dictadura franquista, es, sencillamente, el único personaje que conozco que responde a lo que se entiende por un héroe.
 La batalla entablada en estos momentos contra él utiliza la Justicia pero, obviamente, no tiene nada que ver con ella y, por tanto, no es en los tribunales donde realmente se dirime. Saquémosla de los despachos a Internet, a la calle, a donde estamos los verdaderos beneficiarios de un juez justo, valiente y trabajador.

miércoles, 3 de febrero de 2010

Por la lectura

Me hago eco de un escrito de José Luis Sampedro, difundido a través de Internet, en protesta por el proyecto de la Sociedad General de Autores de gravar a las bibliotecas por el préstamo de libros.

Cuando yo era un muchacho, en la España de 1931, vivía en Aranjuez un Maestro Nacional llamado D. Justo G. Escudero Lezamit. A punto de jubilarse, acudía a la escuela incluso los sábados por la mañana aunque no tenía clases porque allí, en un despachito que le habían cedido, atendía su biblioteca circulante. Era suya porque la había creado él solo, con libros donados por amigos, instituciones y padres de alumnos.
Sus 'clientes' éramos jóvenes y adultos, hombres y mujeres a quienes sólo cobraba cincuenta céntimos al mes por prestar a cada cual un libro a la semana. Allí descubrí a Dickens y a Baroja, leí a Salgari y a Karl May.

Muchos años después hice una visita a un bibliotequita de un pueblo madrileño. No parecía haber sido muy frecuentada, pero se había hecho cargo recientemente una joven titulada quien había ideado crear un rincón exclusivo para los niños con un trozo de moqueta para sentarlos.
Al principio las madres acogieron la idea con simpatía porque les servía de guardería. Tras recoger a sus hijos en el colegio los dejaban allí un rato mientras terminaban de hacer sus compras, pero cuando regresaban a por ellos, no era raro que los niños, intrigados por el final, pidieran quedarse un ratito más hasta terminar el cuento que estaban leyendo. Durante la espera, las madres curioseaban, cogían algún libro, lo hojeaban y a veces también ellas quedaban prendadas.
Tiempo después me enteré de que la experiencia había dado sus frutos: algunas lectoras eran mujeres que nunca habían leído antes de que una simple moqueta en manos de una joven bibliotecaria les descubriera otros mundos. Y aún más años después descubrí otro prodigio en un gran hospital de Valencia. La biblioteca de atención al paciente, con la que mitigan las largas esperas y angustias tanto de familiares como de los propios enfermos, fue creada por iniciativa y voluntarismo de una empleada. Con un carrito del supermercado cargado de libros donados, paseándose por las distintas plantas, con largas peregrinaciones y luchas con la administración intentando convencer a burócratas y médicos no siempre abiertos a otras consideraciones, de que el conocimiento y el placer que proporciona la lectura puede contribuir a la curación, al cabo de los años ha logrado dotar al hospital y sus usuarios de una biblioteca con un servicio de préstamos y unas actividades que le han valido, además del prestigio y admiración de cuantos hemos pasado por ahí, un premio del gremio de libreros e reconocimiento a su labor en favor del libro.

Evoco ahora estos tres de entre los muchos ejemplos de tesón bibliotecario, al enterarme de que resurge la amenaza del préstamo de pago. Se pretende obligar a las bibliotecas a pagar 20 céntimos por cada libro prestado en concepto de canon para resarcir -eso dicen- a los autores del desgaste del préstamo.

Me quedo confuso y no entiendo nada. En la vida corriente el que paga una suma es porque: 
a) obtiene algo a cambio. 
b) es objeto de una sanción. 
Y yo me pregunto: ¿qué obtiene una biblioteca pública, una vez pagada la adquisición del libro para prestarlo? ¿O es que debe ser multada por cumplir con su misión, que es precisamente ésa, la de prestar libros y fomentar la lectura?

Por otro lado, ¿qué se les desgasta a los autores en la operación?.¿Acaso dejaron de cobrar por el libro? ¿Se les leerá menos por ser lecturas prestadas? ¿Venderán menos o les servirá de publicidad el préstamo como cuando una fábrica regala muestras de sus productos? Pero, sobre todo: ¿Se quiere fomentar la lectura? ¿Europa prefiere autores más ricos pero menos leídos? No entiendo a esa Europa mercantil. Personalmente prefiero que me lean y soy yo quien se siente deudor con la labor bibliotecaria en la difusión de mi obra.

Sépanlo quienes, sin preguntarme, pretenden defender mis intereses de autor cargándose a las bibliotecas. He firmado en contra de esa medida en diferentes ocasiones y me uno nuevamente a la campaña. 

¡NO AL PRÉSTAMO DE PAGO EN BIBLIOTECAS!

José Luis Sampedro