Empecé a ser o ejercer como periodista antes de desear serlo, lo cual no quiere decir que no me gustara desde el primer minuto. Pero realmente empecé a reflexionar sobre esta profesión, a valorarla, entenderla y amarla después de leer
"Cabeza de turco", de Günter Wallraff. Fue toda una revelación que un periodista se metiera en la piel de un turco en Alemania para poder contar cómo viven, de qué y cómo son tratados, y espeluznantes sus consecuencias. Después vino
"El periodista indeseable" y, durante años, he estado echando de menos otra obra, a pesar de que, desde entonces, muchos han sido los periodistas que han intentado hacer cosas similares pero, a mi juicio, muy diferentes en realidad. En primer lugar, porque no es lo mismo camuflarse durante unas horas, días o semanas, que durante meses; pero, sobre todo, los trabajos periodísticos de este tipo que conozco tienden
al espectáculo o a lo meramente anecdótico. Pongo el ejemplo más reciente que he visto: una periodista que pasa un tiempo viviendo en un basurero (la pobre debía de ser de prácticas, seguro). Un reportaje así parece tener como objetivo demostrar que entre la basura se vive fatal, lo cual resulta innecesario. El propósito de Wallraff no es nunca una obviedad sino que resulta revelador;
nos descubre un aspecto de la realidad cotidiana -¡la nuestra!- que sólo intuíamos o que ni sospechábamos. En sus reportajes el lector interviene como parte de una sociedad cuyos entresijos desconoce o de los que es cómplice, a veces incluso sin saberlo. Por eso, conmueve profundamente e induce a la reflexión. Recomiendo a todo el mundo
"Con los perdedores del mejor de los mundos", su nuevo libro, del que no me libraré de la tentación de escribir más y que, para empezar, tiene un título que nos recuerda, en plena crisis, que seguimos siendo un pequeño grupo de privilegiados ciegos y sordos a los verdaderos perdedores.
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