Sí, con
todas las letras: “¡Viva Europa!”. Incluso la Europa de Macron, la Europa que
se queda sentada ante el televisor viendo cómo miles de personas se ahogan en
el Mediterráneo; la Europa en la que un jefe de gobierno propone recuperar la pena de muerte y nadie le da una patada en el culo; la
Europa de la desigualdad, la que no tiene en cuenta los intereses de las
personas y sí de las corporaciones, la de los lobbies, la que decide el futuro
de más de quinientos millones de personas a puerta cerrada, la que elige
democráticamente un Parlamento pero le tapa los ojos y le ata las manos; la que
aprueba un tratado intergubernamental sin testigos, que no garantiza ni la
rendición de cuentas ni la transparencia; la que divide Europa entre países
deudores y países acreedores; la que degrada los derechos y libertades de los
ciudadanos con cualquier excusa; la Europa en crisis, la Europa de la Gran Gran
Deflación; la que se desintegra y, en su asfixia, genera la xenofobia y el racismo.
¡Viva
Europa! Lo digo y proclamo desde Malta –que, por cierto, preside este semestre
el Consejo de la Unión Europea- rodeada de españoles, que van de los
veintipocos a los cincuenta y tantos, que, con rabia y añoranza, han venido
porque su país les niega el derecho a trabajar, pero han venido sin tener que viajar en patera,
sin esconderse en los bajos de un camión, sin echar a correr cuando ven a un
policía ni sentirse menospreciados en ningún modo, compartiendo los mismos
derechos que sus vecinos.
Es el Día de Europa y yo, por primera vez, lo celebro, no sólo
con ganas sino con pasión. Por primera vez, pienso en Europa, no como en una
superestructura opaca plagada de una costosa burocracia, sino como la Europa en
paz por la que hoy conmemoramos que, en 1950, un ministro francés, Robert
Schuman, tuviera la idea de poner bajo el control de una autoridad más alta que
las de los gobiernos nacionales, las producciones de carbón y acero, para evitar
que volvieran a utilizar esos productos en la fabricación de armas con las que matarse
entre sí.
Superar
las guerras y evitar el nacionalismo eran los objetivos, nada desdeñables, y
ésos sí se han cumplido. Las dos Guerras Mundiales, el Holocausto, la Guerra
Fría o el Muro de Berlín no son sucesos menores ni de la Prehistoria. El
escritor Héctor Abad, desde la distancia que le da ser de un país como
Colombia, lo dice claramente: “Europa no es un error ni una basura. Comete
muchos fallos y debe reformarse. El mundo nunca será un paraíso, pero el logro
de mantener unidas a las naciones europeas durante los últimos sesenta años,
así como la cooperación basada en la solidaridad es, por el momento, el
experimento del planeta que ha llegado más lejos y cuyo resultado dista más del
infierno”.
Hasta
ahora. Ahora el nacionalismo vuelve a resurgir, y no sólo en Gran Bretaña
(perdón, quitemos lo de grande y dejémoslo en Inglaterra), sino por todas
partes. Hasta hace poco, la política europea era percibida como aburrida;
ahora, como bien señala Yanis Varoufakis, ha vuelto la pasión, pero es la
pasión del odio, del miope y miserable sentimiento nacional, del egoísmo
patrio, del miedo. Es una pasión que, dice él, “aviva la misantropía” y
frente a la cual hay que albergar la “pasión por el beneficio del humanismo”.
Por eso
lanzo este ¡viva Europa!, porque quienes, con tanta pasión se oponen
al proyecto europeo son, en el fondo, aliados de quienes lo dirigen: son, por
un lado, la Troika Global al mando de una comunidad que están destruyendo en
pro de su avaricia neoliberal; menoscabando la democracia, desintegrando la
unidad europea y provocando la muerte ecológica de la tierra y la real del
resto de la humanidad para que todo siga igual, para que los beneficios de los
más beneficiados sigan creciendo a costa de nuestro presente y de su propio
futuro; y, por otra, la Internacional Nacionalista que desprecia todo el
terreno conquistado en los últimos decenios en cuanto a valores éticos como la
paz, la solidaridad o la justicia social universal. Aunque ambos
bandos parecen enemigos, en el fondo pretenden lo mismo y, emparedados entre
ambos, si no se levanta una izquierda europea que defienda con pasión un cambio
revolucionario y avive la esperanza de la ciudadanía, estamos abocados a volver
a vivir una Era de oscuridad.