Se llamaba Mohamed Bouazizi. Era un joven informático de 26 años, que no encontraba trabajo en su país, una autocracia gobernada por un tirano desde hacía 23 años. Incapaz de salir del paro, decidió poner un puesto ambulante de fruta y verdura para, al menos, garantizar su supervivencia y la de su familia. Con ese puesto recorría la ciudad, una ciudad del interior del país, muy lejos de las aglomeraciones de turistas de la costa, cuando le abordaron dos policías que, tras advertirle que la venta ambulante era ilegal, le destrozaron el puesto.
Esa era la gota que desbordaba el vaso. La ley, que no era capaz de protegerle, de procurarle una forma de vida, de permitirle un trabajo acorde con su vocación y estudios, le negaba, además, esa última forma de supervivencia. Los frutos desparramados en el suelo por la brutalidad de un sistema incapaz de garantizar a los ciudadanos sus derechos básicos, un sistema que beneficia sólo a los ricos y deja en la estacada a quienes realmente necesitan ayuda, eran las uvas de la ira. Cualquier parado sabe perfectamente lo que es la exclusión, ser expulsado de todo, sentirse en un limbo en el que no le importas ya a nadie más que a los tuyos; un pozo al que pocos se asoman y casi nadie se atreve a inclinarse para echarte la mano. En el banco, donde se pone alfombra roja a quien tiene una deuda de millones de euros, alguien que tiene una deuda de 30 euros no encuentra sino trabas; en las oficinas del paro, quienes aguardan lo hacen mirando al suelo; cuando se encuentran con un conocido, se sienten avergonzados.
Ese joven decidió hacer bien patente esa exclusión, convertirla en definitiva y pública. Extinta su última esperanza, no merecía la pena seguir viviendo, pero sí la merecía protestar, dejar claro por qué tiraba la toalla, de modo que fue a una de esas populosas ciudades costeras llenas de turistas que gastan sus ahorros al sol entre una nube de mendigos, para autoinmolarse. Se prendió fuego a la vista de todos. Y su anonimato llegó hasta el momento en que llegó la ambulancia y se lo llevó al hospital, con la mayor parte de su cuerpo abrasado.
Nadie hizo una foto del héroe desconocido, pero su gesto no pasó desaparecibido. Ese "hasta aquí he llegado" del joven se convirtió en un "hasta aquí hemos aguantado" de miles de personas. Las movilizaciones llegaron a tal magnitud que el autócrata se vio obligado a visitar al héroe en el hospital, en la única fotografía que he podido encontrar. Pero ya fue inútil. Diecinueve días después de quemarse a lo bonzo, Mohamed murió en el hospital, y diez días después, el presidente se vio obligado a dimitir. Después de haber tenido, durante 23 años, un poder absoluto, un muchacho le ha obligado a salir huyendo.
Mohamed Bouazizi, sin rostro, sin pasado, ha escrito la historia más bonita de los últimos años y nos ha devuelto a todos la esperanza: sí, es posible cambiar las cosas.
http://noticias.lainformacion.com/mundo/mohamed-bouazizi-el-vendedor-de-frutas-que-acabo-con-el-regimen-de-ben-ali_nPXlxDoqdfw7ZJ9DwkX997/
Dieciocho años de escritura en este blog, La Acequia.
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El 11 de octubre de 2006, publicaba mi primera entrada en este blog. Los
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