Entre las sombras
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Entre las sombras María José Luque Corrían las tres de la mañana cuando
ella se despertó incomoda. Encontró a su alrededor todo revuelto. Encendió
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Hace 5 horas
El blog de una periodista leonesa para personas que desean debatir, cabalmente, cualquier asunto, especialmente los relacionados con la educación y la política.
En esas "cienes y cienes" de visitas, el proceso ha comenzado siempre igual: me presento al guardia de seguridad sentado en el vestíbulo, le cuento el objeto de mi visita, le doy mi carnet de identidad, toma nota de él en un papel, me entrega una identificación de visitante para que lo enganche a la ropa y me indica que suba a la segunda planta y vaya al despacho 213. La sección que visito tiene forma de L, con despachos a ambos lados, o sea, en cuatro hileras. A la derecha pone: "despachos 200 a 220". La sigo, observo las puertas abiertas de despachos con luces encendidas, en su mayor parte, y vacíos en todos los casos. Nadie, ni en el 213 ni en ningún otro. Me voy al otro brazo de la L. A veces he encontrado allí a una persona, otras ha sido fuera, en el vestíbulo de esa segunda planta. En todos los casos, abordo a esa solitaria figura y le cuento mi situación. El rito es que ella intenta quitarse mi muerto de encima y yo le digo, amable pero firme, que me da igual que no tenga idea del asunto, que yo estoy dentro del horario y no es mi problema si no está el ocupante del despaho 213 ni de ningún otro, y termino con un "aquí le quedan estos papeles y le hago a usted responsable" o "tome usted nota y désela a quien corresponda" o algo así. Normalmente, ahí queda la cosa, aunque a veces no he tenido más remedio que volver y volver.
El periodista Matt Taibbi definió, en la revista Rolling Stone, al banquero Goldman Sachs, como "un gigantesco calamar vampiro que envuelve a la humanidad y succiona sin piedad dondequiera que encuentre algo de dinero". La definición me parece muy acertada para este tipo que preside el cuarto banco más poderoso, que ha "nombrado" y sigue nombrando a todos los presidentes del Departamento del Tesoro de Estados Unidos y que acaba de ser acusado (él no, su banco, en el que ya ha encontrado a un chivo expiatorio) de engaño por la Comisión de Valores poco después de haber afirmado eso de que "los banqueros hacemos la obra de Dios en la tierra" y mientras, en este trimestre, duplicaba sus beneficios (los suyos, no sé los de Dios); pero, por extensión, también me parece una definición acertada para todos los banqueros; acertada, aunque incompleta, porque podrían añadirse muchas otras imágenes y calificativos, entre ellos un inveterado cinismo. En unas declaraciones que escuché por la radio pero no he conseguido escontrar por escrito, el presidente de la CECA decía hace poco, instando a una urgente reforma laboral, que el sistema financiero, "que ha sido puntal en la recuperación de la crisis" podría, en caso contrario, dejar de serlo. Así que este hombre, el mismo que achaca a la sociedad vivir en "un mundo de osos amorosos" y ser incapaz de afrontar sacrificios, se atreve a decir ya a las claras lo que, de otro modo, llevan ya tiempo vendiéndonos: que los bancos no han sido la causa de la crisis sino el puntal de la recuperación. Y van consiguiendo que el mensaje cale, porque yo ya hace tiempo que no oigo a nadie maldecirlos; las críticas a la forma en que el Gobierno maneja la crisis (en mi opinión, no todas con el mismo fundamento) parecen haber convertido a éste en el propio causante de la crisis, dejando a los banqueros en un segundo plano en el que se les escucha como a "expertos", "profesionales" o, en fin, personas dignas de crédito; lavan su imagen a toda prisa, aprovechan el caos que han causado para llenarse los bolsillos más que nunca y vuelven a decir a los políticos lo que tienen o no que hacer sin el menor sonrojo.Tenía once o doce años, el pelo de color pajizo; una cazadora de algodón, más que insuficiente para afrontar el frío de noviembre, bastante sucia, y unos ojos pardos que conservaban la mirada limpia de la infancia. Valoré esa mirada, pues era evidente que debía librar una dura batalla contra la madurez que impone el mal trato de la vida.
Cuando él atravesó la puerta de la cafetería, yo estaba sentada en una mesa junto a la cristalera, pegada al sol de media mañana y apurando café y cigarrillos. Esperaba al gerente de una empresa de publicidad que iba a ofrecerme un trabajo que me rescataría del limbo del paro en el que llevaba más de dos años; o, al menos, en eso confiaba yo. Se estaba retrasando, así que lo último que yo necesitaba era la compañía de un niño mendigo.
Tenía malas experiencias al respecto. En una ocasión, dos rumanas a las que di cinco euros me persiguieron literalmente por la calle pidiéndome otros quince, hasta que alcancé un taxi en el que distanciarme; y otro que, al parecer, tenía que viajar a no sé dónde para conseguir un trabajo, se me pegó durante veinte minutos en una parada de autobús hasta que le di los veinte euros que llevaba, sólo por quitármelo de encima. Ahora no podía permitírmelo. La cuenta estaba en números rojos y el crédito de la tarjeta iba a agotarse en cualquier momento. Así que, cuando el crío entró, hice lo mismo que los demás clientes: mirar hacia otro lado e intentar pasar desapercibida.
Me concentré en la lectura del único periódico que había encontrado libre: un deportivo que no me interesaba lo más mínimo. En la mesa de al lado, una pareja también había reparado en él. “Agarra el bolso –le dijo el hombre a su compañera-, que estos extranjeros es a por lo que vienen”.
El niño, mientras tanto, se había detenido a unos pasos de la puerta y miraba a su alrededor sopesando a cuál de las figuras, natural o fingidamente ausentes, acercarse. “Qué no sea a mí”, parecíamos pensar todos. Pero antes de que se decidiera, un camarero lo interceptó, agarrándolo por un brazo y empujándolo hacia la puerta. El crío intentó esquivarle, pero el camarero se mostró rotundo: “Aquí no vuelvas a entrar. No se te ocurra molestar a los clientes”.
Sin pensarlo, alcé la mano haciendo un gesto hacia el camarero. “Oiga –dije levantando la voz-, ese muchacho es mi invitado. Déjelo en paz y tráigale a mi mesa lo que le pida”. Ambos me miraron con igual gesto de sorpresa; yo también me había sorprendido a mi misma. Tímidamente, el muchacho se acercó y me preguntó si de verdad podía pedirse un vaso de leche. “Un vaso grande de leche y un par de bollos”, ordené al camarero, que me miraba con una mezcla de reproche y conmiseración.
Mientras devoraba su desayuno, yo me preguntaba qué haría cuando se presentara mi cita, pero al mismo tiempo no podía apartar los ojos del chico. Observé que tenía las manos enrojecidas y ásperas, algunas espinillas que anunciaban la cercana adolescencia, largas pestañas. Bajo la estrecha cazadora, cerrada hasta el cuello, no se adivinaba otra ropa. Él también me miró y me dedicó una sonrisa tan alegre que casi me hizo reír.
“¿De dónde eres?, le pregunté. Me respondió que era portugués y vivía con su familia en una vieja caravana que habían aparcado a las afueras de la ciudad. “Ahora venimos del Bierzo, de recoger castañas”, concluyó.
Evité hacerle más preguntas, temiendo que se sintiera obligado a contestarlas sin tener ganas, máxime cuando era evidente que le costaba bastante expresarse en español.
Miré el reloj. Mi cita no vendría ya. Él, que ya se había terminado la leche y uno de los dos suizos, malinterpretó el gesto: “Ya me voy –dijo-, éste otro bollo me lo llevo para luego. Muchas gracias”. “De nada, que tengas suerte”, le contesté, y deseé realmente que la tuviera.
Yo me fui poco después de él, decepcionada por la esperanza de trabajo que se esfumaba, pero también por no haber aprovechado la ocasión para charlar un poco más con mi inesperado invitado.
La ocasión se presentaría unas semanas después, y tampoco la aproveché. Ese día era algo más tarde y me encontraba en la misma cafetería, creo que incluso en la misma mesa. No pensaba en el niño portugués, sino en que había olvidado pasar por el cajero, así que, aunque me apetecía una tostada, decidí conformarme con el café, por si acaso no llevaba suficiente dinero.
Estaba terminando de tomármelo cuando él apareció, con la misma cazadora sucia y la misma mirada limpia. Nada más verme, me dirigió una de sus amplias sonrisas y se acercó a mi mesa. “Lo siento –le dije sintiéndome mal, ante la posibilidad de que creyera que estaba rechazándole-, hoy no puedo invitarte a nada porque he olvidado pasar por el cajero y temo no tener suficiente ni para mi café. Lo siento de verdad”. Él no se mostró en absoluto enojado y si se sentía decepcionado, tampoco lo demostró. Me hubiera gustado charlar otro poco con él, preguntarle, al menos, su nombre, pero me resultaba incómodo entretenerle mientras yo tomaba un café y él no tomaba nada, así que apuré la taza, mientras él se dirigía al fondo de la cafetería. Fugazmente, vi que hablaba con un camarero. Debió salir, o ser expulsado, por la puerta que se encuentra en ese extremo porque, cuando me levanté de la mesa, ya no estaba. Abrí la cartera y conté las monedas; sí, tenía para el café, pero no lo hubiera tenido para la tostada. No hubiera sido la primera vez que mi mala cabeza me llevaba a esas bochornosas situaciones. El camarero que me había servido se dirigía a otra mesa, bandeja en mano, y lo abordé por el camino, con el dinero en la mano.
-Ah, no, señorita. Su café ya está pagado -me dijo mientras me mostraba en su mano un buen montón de calderilla.
En efecto, he llamado ya la atención sobre el devastador reinado de lo cursi y lo pijo entre niñas y adolescentes, pero también he observado que a las mujeres adultas se nos venden, cada vez más, similares productos: ropa con diseños infantiles; emoticonos que lo invaden todo; móviles, portátiles y demás artilugios de color rosa, coches que parecen de juguete, correos con PPS que recuperan la imagen de las madres dulces, tiernas, sacrificadas... en fin, las santas esposas y madres...
El reportaje da algunos datos: la web Cute overload, de 100.000 visitas diarias, está repleta de fotos y vídeos de perritos, gatitos y conejitos; los clips de bebés y animalitos suman más de mil millones en YouTube, con más del 80% de visitas de adultos... Y ofrece una explicación. Al parecer, la tendencia viene de Japón (padre de la deleznable e inexpresiva Kitty de Hello Kitty que, personalmente, me pone los pelos de punta y me da dolor de barriga) y se adoptó por Estados Unidos a raíz de los atentados del 11 de septiembre. "Con una recesión en las postrimerías del 11-S y dos guerras interminables, los estadounidenses están produciendo una cultura popular que parece estar diciendo: por favor, quiérenos", explica el reportero que, por cierto, se llama Jim Windolf y originalmente escribió el reportaje para Vanity Fair.
Pero yo creo que está explicación sólo se refiere al contexto que, en efecto, es el más apropiado para vendernos esta "(in)cultura popular", pero la estrategia de "lo mono" no es única; va acompañada por ese constante bombardeo de temores (nos invaden los chinos, los moros, los rumanos, los colombianos... por todas partes hay delincuentes peligrosos acechando, la inseguridad es cada vez mayor, dependemos de nuestras propias fuerzas...) y un debilitamiento radical de los poderes públicos (las constantes críticas a los políticos en general o a la política o a todo lo público es otra estrategia paralela), al mismo tiempo que se crean paraísos artificiales (los juegos vía Internet los poblados de ellos) y se nos transmite la idea de que, frente a la globalización (que tanto nos asusta, pero que el mercado emplea tan eficazmente) tenemos que cultivar con esmero nuestro pequeño jardín (la familia, los amigos) y vallarlo sólidamente con muros y alambre de espino.