Nació el 20 de enero. ¡Qué frío debía hacer ese día en Truchas! Se hizo rápido a él, porque siempre le gustó el frío o, mejor dicho, lo necesitaba, dado que él era una estufa; su piel olía a panecillo recién horneado, y las niñas y yo (sobre todo, yo) siempre recurrimos a él a modo de calentador: "papá, caliéntame las manos... o los pies..."; "venga,
acuchárate", me decía cada noche cuando me metía en la cama, casi siempre aterida.
A los tres años era bajito y muchos creyeron que podría ser enano pero, contradiciendo el patrón típico cabreirés, no dejó de crecer hasta superar el metro ochenta. Era un niño pacífico, que adoraba salir al monte con su padre y buscar sombras y rincones en los que echarse una siesta. Aprendió a nadar en una poza y, ya en el Valle de las Casas, se convirtió en un alumno adelantado de la escuela, que daba clase a algunos compañeros mayores que él, y en ferviente lector de tebeos y del único libro que había en su casa, "Robinson Crusoe", con quien se sintió rápidamente identificado.
Con nueve años, un reclutador de los dominicos se lo llevó a un internado en Almagro, donde por un absurdo
error le colocaron en la clase de los mayores y por una aún más absurda desidia a la hora de enmendar el error, le mantuvieron allí. Así que tuvo que fingir que era mayor y esconderse de sus compañeros para jugar. Por emularles, empezó a fumar siendo un crío.
Superada esa etapa, consiguió una beca para ir a la Universidad. Estudió Periodismo, mientras trabajaba de albañil y
barquero en Sanabria por el verano, de vendedor de enciclopedias y
limpiador de un laboratorio en Madrid durante el curso, pero le costó elegir la carrera. Él, en realidad, quería ser farero, porque adoraba el mar, o
guarda forestal, como su padre, y encaramarse a una torre para que los árboles no le impidieran ver el bosque. Soledad, naturaleza y perspectiva.
A José Luis le gustaban los
mapas. En medio del bosque o del hormigón, siempre encontraba el norte, siempre sabía dónde iba. Y dudaba de todo, excepto del camino. El camino era la
verdad. Nunca aprendió a mentir y ni queriendo consiguió decir una mentirijilla.
Fue leal incluso a los "malos"; él, que era tan íntegro que no quería tener hijos para evitar el
riesgo de corromperse, porque ¡quién no pediría un favor a quien fuere por ayudar a un hijo enfermo o en graves apuros! Y, sin embargo, el día que vio por primera vez a su hija, se pasó una semana llorando de emoción y, años después, ella sólo tenía que recordarle ese momento para provocar que sus ojos se llenaran de lágrimas; lo cual, claro está, a la niña le daba muchísima risa. Llevó mal la adolescencia de su adorada primogénita, que compensaba la dulzura de su no menos adorada segunda hija, a quien decidió adoptar el día que oyó en la radio la noticia de una niña hindú a la que su padre había cambiado por un burro.
Además de en el espacio, se orientaba en el tiempo. ¡Cómo pudo soportar a una pareja que se pierde constantemente en ambas dimensiones! Quizá porque jamás pidió a los demás lo que se exigía a sí mismo. Quizá porque se daba cuenta de que le necesitaba para estar en un mundo dominado por el lugar y la hora. Él era un
guía. No sólo para mí. Cuando murió, su madre dijo: "Me he quedado huérfana". Porque era un padre hasta para sus propios padres. José Luis era el que arreglaba los desperfectos de la vida, el que apaciguaba y unía, el hombre al que recurrir. Y lo era con tal humildad que cuando algunos de sus más importantes trabajos periodísticos eran censurados no salía al ruedo a presentarse como una víctima de la libertad de expresión buscando el aplauso, sino que, sencillamente, pasaba sus trabajos a otros periodistas o a las
anónimas agencias, para que, consciente de que era importante que fueran conocidos, se divulgaran sin su firma.
Ese era su trabajo, periodista, pero a menudo recordaba el principio de Peter según el cual cuando alguien hace bien su trabajo es ascendido a otro que no sabe hacer, hasta llegar a su nivel máximo de incompetencia. Él no quiso nunca ser director, entre otras cosas porque, decía,
"en cuanto te nombran director, para tus compañeros pasas a ser un cabrón", y aunque siempre me pareció un director excelente, no iba con su carácter riguroso, humilde y solitario. Detestaba las comidas de trabajo porque de ellas jamás salía una idea o una conversación que no fuera sobre fútbol; y detestaba la vida social, más allá de la familia y los verdaderos amigos, por superficial y porque, decía, restaba tiempo para
pensar.
Sólo rompió su
discreción para ponerse en huelga de hambre contra el hambre, secundando al presidente de la Unesco, en un gesto que le costó mucho tomar pero que fue de lo que más orgulloso se sentía tras tantos años de profesión.
José Luis era un hombre de pocas palabras, pero era un hombre de
palabra, y cada una que pronunciaba salía directamente del corazón. Nunca decía "lo siento" sin sentirlo profundamente, ni un mero "qué tal" sin que le importara realmente qué tal estaba esa persona.
Era un
visionario. No conseguí que distinguiera entre La Traviata y Madame Butterfly, pero si oía una canción de un grupo desconocido y decía "ese grupo se hará famoso", así sucedía. No había campo en el que no supiera distinguir el grano de la paja. Vi cómo se cumplían sus predicciones, a veces tan insólitas como el libro electrónico, el uso del karaoke para el aprendizaje de los idiomas o el de los olores en negocios y campañas políticas. Y cualquiera que consulte la hemeroteca de Diario 16 Burgos comprobará que predijo, con muchos años de antelación, primero el estallido de la burbuja inmobiliaria y, después, la gravísima crisis económica que desencadenaría el nuevo capitalismo especulativo.
Así que podría haber tenido éxito en muchos campos, entre ellos el mundo de los negocios, si alguna vez le hubiera interesado el dinero, o como cazatalentos, o como "nariz", porque su olfato era también físico.
Sí, le gustaban los
olores, sobre todo el de la lavanda.
Y le gustaban las meriendas en el
campo, hacer
casetas con ramas, hacerme prendedores con
hojas y flores... Y le gustaba encender el
fuego de la chimenea, sentarse en la calle a mirar cómo la vida
fluye, ver películas de acción (la vida le parecía una serie B), estar en
espacios abiertos y silenciosos, el sonido del
agua, pasear con el
perro, leer
periódicos (mientras más, mejor) tomando un café,
viajar, caminar descalzo,
descubrir,
aprender, tomarse los reveses con
humor y darles rápidamente carpetazo, escuchar a Mike
Oldfield (pero también a Adolfo
Celdrán, Pretenders, Dire Strait, Sabina o El Último de la Fila... así de heterogéneo todo). Le gustaban las
fresas silvestres, tumbarse en la
tierra, ver los
regueros que forma la lluvia, hacer caminos al mar en la
arena, ver
amanecer, cumplir los sueños de los demás, el color
verde, el
Albariño, los
cerezos, el Bolero de Algodre, los
puertos, los
manantiales...
Le gustaba el
agua, sobre todo el agua. Cruzar a nado el lago de Sanabria, sumergirse, beber de todas las fuentes...
No viajamos a ningún lugar en el que no terminara lloviendo, fuese cual fuese la época del año; inventó para la primera campaña de Civiqus el lema "La ciudad del agua" y la lluvia no dio tregua en todos los actos. Él llevaba el agua consigo, el agua de la
vida, y cuando su cuerpo entró en el fuego estalló una tormenta, tras una larga sequía, y llovió. ¡Cómo iba a extrañarme, amor mío, que el día de tu primer cumpleaños sin ti se anuncie una ciclogénesis! He aquí mi regalo, escuchando la lluvia en los cristales: una sonrisa para quien no dejó un sólo día de su vida de
sonreír.