domingo, 14 de febrero de 2016

Volver a empezar



Hace unos días se celebró un juicio contra la Federación Estatal de Enseñanza de Comisiones Obreras. La demandante es Elena Fernández, secretaria regional de esta Federación hasta que se la destituyó por medio de una maniobra que no requirió dar explicación pública alguna. Elena defiende sus derechos, especialmente el de su dignidad. La conozco personalmente y doy fe de que, en éste como en otros sentidos, tiene mucho que defender. Pero me siento especialmente involucrada no por una cuestión de amistad, sino porque, si ella es uno de esos seres que te inducen a recuperar la esperanza en el género humano y en el futuro social, el golpe que ha recibido lo siento como un golpe también a esas esperanzas. 

Es también uno de tantos indicadores del fracaso de los sindicatos en un momento, además, en el que tan necesarios resultan. Este tipo de golpes dictatoriales en su funcionamiento, como su absoluta opacidad o el papel bochornoso que han jugado en las Cajas de Ahorros (y no hablo sólo de las tarjetas blak) han sumido a los sindicatos españoles en el descrédito y les están dejando al margen de los movimientos sociales que deberían abanderar.

No es de extrañar. Tras muchos años de honesta y denodada lucha en favor de los derechos de los trabajadores, los sindicatos perdieron los papeles. ¿Recuerdan la canción "Juan sin tierra" de Víctor Jara?. "Mi padre fue peón de hacienda y yo un revolucionario, mis hijos pusieron tienda y mi nieto es funcionario". Pues esa deriva han tenido los sindicatos. Pero han ido más allá, hasta sus orígenes como el sindicalismo corporativista americano, que abogaba por la consecución de mejoras laborales, pero sin cuestionar el sistema político. Y aún más allá: en los años previos a la crisis económica, estas mejoras laborales ya no eran ni siquiera para los trabajadores en general sino para sus clientes en particular, convirtiéndose en poco más que en bufetes de abogados y gabinetes de negociadores laborales, mientras la deslocalización provocaba el renacimiento de la esclavitud y un ejército de desempleados a mayor gloria de la voracidad del capital transnacional.

No fueron capaces o no quisieron enterarse de la explosión de un capitalismo planetario sin frenos que, desde la década de los 90, ha provocado que el 70% de la población mundial sólo tenga el 3,3% de la riqueza del planeta y una superélite del 0,6% acumule casi el 40%, y  de que la globalización -una máquina que, para funcionar, requiere personas cada vez más pobres y más dóciles- se estaba convirtiendo en el denominador común de todos los trabajadores, unidos a su pesar sea cual sea su país y trabajen donde trabajen.

No fueron capaces o no quisieron enterarse de que los ecologistas no eran enemigos sino, por el contrario, aliados, pues la crisis económica va de la mano de la crisis ecológica, dado que tienen el mismo origen: un modelo económico basado en el absurdo ideal del crecimiento sin límites de la productividad y del consumo. 

Si los capitalistas sólo miden el éxito económico en dinero, también los sindicatos han medido de ese modo el éxito social y han seguido y siguen poniendo los cinco sentidos en conseguir aumentos salariales, en lugar de trabajo y calidad de vida para todos, entendida ésta no como mayores ingresos económicos, sino como dignidad personal, cooperación social y conservación de la Naturaleza. Hoy no se trata de ganar más, sino de que todos ganemos lo suficiente; no se trata de no dar un paso atrás, sino de que nadie se quede atrás; como no se trata de demandar más o mayores industrias que consuman las materias primas y la energía del planeta (y la de sus trabajadores), sino de fomentar otros modelos, como la autoproducción. Sin embargo, los sindicatos no sólo no se están enterando, sino que ¿cuántas veces han defendido industrias contaminantes en pro de sus plantillas? Probablemente tantas como a empresarios corruptos; y han alzado muchas veces su voz en contra de la desleal competencia que supone para los trabajadores occidentales las condiciones inhumanas de trabajo en los países periféricos, pero ninguna en favor de esos trabajadores... ¡Es curioso que la globalización haya acabado con el internacionalismo!

Sí, los sindicatos han sido cómplices de este modelo económico basado en el crecimiento que ha alimentado un capitalismo salvaje y depredador, y están quedando al margen de la verdadera revolución pendiente, que es la que lleve al crecimiento intelecutual, a la solidaridad de los pueblos y a la felicidad personal. Porque, como dice Ralston Saul, "hay que repensarlo todo. Hay que volver a empezar". ¿Serán los sindicatos capaces de repensarse y recomenzar? Sin personas como Elena Fernández, no.











miércoles, 20 de enero de 2016

Ubicumque eris, tecum ero


Aquí estás tú
abrazándome con manos de viento
y aquí estoy yo,
rodeada de ti como una isla.
Aquí estás,
cincuenta y siete años después de sentir el primer frío
y el primer abrazo;
veintiocho después de nuestra primera primavera,
mil cuarenta y un días, casi noventa millones de segundos
desde que me diste tu alma y calentaste mi cuerpo
por última vez.
Aquí estoy, alimentada de agua y ceniza,
sola,
mirando tu rastro en el presente para no ahogarme de pasado:
la sombra de las nubes en el agua
y el brillo deslumbrante de las olas...
Aquí estás, donde yo esté, y dondequiera que estés,
estoy contigo.


jueves, 14 de enero de 2016

La historia se repite


Siempre me ha interesado la política, como me ha interesado cualquier aspecto de mi ser social (la familia, el vecindario... en fin, la comunidad), pero mi cercanía profesional a los políticos ha hecho que cada vez valore más la actitud personal frente a la política o, quizá, la necesaria coherencia entre lo uno y lo otro. No creo que sea una deriva propia de la edad, puesto que, al mismo tiempo, me he hecho aún más radical en algunas actitudes ideológicas (como mi intransigencia ante el racismo) y he cambiado algunas ideas (como mi mejor valoración de la democracia real, tras la caída del muro físico e informativo de Berlín). Como José Luis Estrada en "¡A la Plaza!", reivindico, cada vez con mayor convencimiento, la necesidad de volver al humanismo y el librepensamiento.

Esa actitud me ha llevado a trabajar, en ocasiones, en una institución gobernada por partidos que ni me gustaban ni tenían nada en común con mis ideas. Sería fácil -y creo que comprensible por cualquiera- decir que lo hice porque hay que dar de comer a los hijos y nadie puede aspirar al lujo de elegir a su jefe, pero lo cierto es que no lo hubiera hecho si no hubiera confiado en la honestidad de las personas que me ofrecieron ese trabajo. Así, cuando Miguel Hidalgo me ofreció ser su jefa de Gabinete en Villaquilambre, sólo sabía de él que había tenido la decencia de enfrentarse a su partido, el PSOE, para defender los derechos de los ciudadanos de Villaquilambre, que su partido intentaba utilizar como moneda de cambio para un pacto con UPL en el Ayuntamiento de León. Ésa era la actitud que a mí me gustaba y, en los años sucesivos, tuve ocasión de comprobar que, en efecto, además de inteligente y valiente, era un político honesto y digno. Con él nació Civiqus, reivindicando la necesidad de cambiar el funcionamiento de los partidos, de hacer política desde abajo... lo que otros han hecho unos cuantos años después.

Por entonces conocí ya a Carmen Pastor, trabajadora infatigable en el área de Cultura del Ayuntamiento. Llamaba la atención porque era la única que aún quedaba en el Ayuntamiento cuando yo me iba a casa, siempre mucho tiempo después de terminar mi jornada laboral; porque siempre que le pedía algún documento o información, no tardaba ni un minuto en dármela, porque se involucraba personalmente en todo lo que hacía y porque hablaba siempre con sinceridad y sin tapujos a cualquiera. Obviamente, me cayó bien.

Cuando Civiqus decidió pactar con el PP y gobernar Villaquilambre en la pasada legislatura, tuve bastante claro que era un error cometido desde la honestidad política: realmente había el convencimiento de que el municipio, en concreto, como en el país, en general, estaba viviendo una crisis tan profunda que era perentorio actuar en favor de las víctimas de esa crisis y no se podía dejar al PP gobernar en solitario, con ese talante tan suyo de pensar antes en los propietarios de los chalés que en las familias que, de pronto, eran empujadas al infierno de la pobreza o, incluso, la indigencia. Se cumplió el objetivo ético y se pagó el error político. 

Posteriormente, Civiqus volvió a presentarse a las Elecciones, con la generosidad de anteponer a las siglas, el nombre o cualquier símbolo, la necesidad de unidad para poder llevar a cabo su programa electoral. Los demás partidos progresistas no quisieron esa unidad, en tanto unos señores de un partido llamado Ciudadanos se ofrecieron a ella con gran insistencia; ese partido era tan poco conocido que no había mucho que esgrimir a su favor, pero tampoco en su contra. Creo que la decisión finalmente tomada no gustó a casi nadie, pero fue secundada por casi todos, básicamente por el convencimiento de que la unión hace la fuerza y de que había que apoyar y que apoyarse en formaciones que habían surgido, como nosotros, de la voluntad de acabar con el bipartidismo y regenerar la democracia. Por lo que a mí respecta, mi único motivo fue apoyar a Carmen Pastor, candidata a alcaldesa y, en mi opinión, la mejor alcaldesa posible. 

Aunque fui parte de la creación de Civiqus y José Luis su ideólogo, él dio por acabado ese movimiento hace ya años, pero yo sólo he tomado cierta distancia a partir de las últimas Elecciones Municipales; y digo cierta, porque sigo teniendo confianza en lo que Civiqus representó y representa y, sobre todo, en Carmen Pastor, de la que sólo puedo decir que no me extraña que le haya pasado lo mismo que, en su momento, le sucedió a Miguel Hidalgo. 

Todos los partidos tienen escrito con letras de oro en su estrategia que sus líderes han de presentarse siempre al público como triunfadores o posibles triunfadores; que la victoria es el objetivo, que están para ganar... Será una manía personal, pero siempre me he considerado una perdedora y sentido cercana a los que pierden. Desde luego, se trata de conceptos -ganar y perder- muy subjetivos, porque gana el que cumple los requisitos para ello y, en política, créanme, a menudo esos requisitos son viles, de modo que los que ganan hacen que los demás -los ciudadanos a los que representan- pierdan. Como dice Eduardo Aguirre en su espléndido último trabajo, "El cosmos de piedra", no hay buen gobierno sin bondad; procuremos estar, en política como en nuestra vida cotidiana, con las buenas personas, y a los otros, los que ganan sin serlo, pues ojalá algún día, como dijo Sabina en una canción (yo soy así de ecléctica en mis citas), la cumbre se les clave en el culo.