lunes, 8 de mayo de 2017

¡Viva Europa!




Sí, con todas las letras: “¡Viva Europa!”. Incluso la Europa de Macron, la Europa que se queda sentada ante el televisor viendo cómo miles de personas se ahogan en el Mediterráneo; la Europa en la que un jefe de gobierno propone recuperar la pena de muerte y nadie le da una patada en el culo; la Europa de la desigualdad, la que no tiene en cuenta los intereses de las personas y sí de las corporaciones, la de los lobbies, la que decide el futuro de más de quinientos millones de personas a puerta cerrada, la que elige democráticamente un Parlamento pero le tapa los ojos y le ata las manos; la que aprueba un tratado intergubernamental sin testigos, que no garantiza ni la rendición de cuentas ni la transparencia; la que divide Europa entre países deudores y países acreedores; la que degrada los derechos y libertades de los ciudadanos con cualquier excusa; la Europa en crisis, la Europa de la Gran Gran Deflación; la que se desintegra y, en su asfixia, genera la xenofobia y el racismo.

¡Viva Europa! Lo digo y proclamo desde Malta –que, por cierto, preside este semestre el Consejo de la Unión Europea- rodeada de españoles, que van de los veintipocos a los cincuenta y tantos, que, con rabia y añoranza, han venido porque su país les niega el derecho a trabajar, pero han venido sin tener que viajar en patera, sin esconderse en los bajos de un camión, sin echar a correr cuando ven a un policía ni sentirse menospreciados en ningún modo, compartiendo los mismos derechos que sus vecinos.

Es el Día de Europa y yo, por primera vez, lo celebro, no sólo con ganas sino con pasión. Por primera vez, pienso en Europa, no como en una superestructura opaca plagada de una costosa burocracia, sino como la Europa en paz por la que hoy conmemoramos que, en 1950, un ministro francés, Robert Schuman, tuviera la idea de poner bajo el control de una autoridad más alta que las de los gobiernos nacionales, las producciones de carbón y acero, para evitar que volvieran a utilizar esos productos en la fabricación de armas con las que matarse entre sí.

Superar las guerras y evitar el nacionalismo eran los objetivos, nada desdeñables, y ésos sí se han cumplido. Las dos Guerras Mundiales, el Holocausto, la Guerra Fría o el Muro de Berlín no son sucesos menores ni de la Prehistoria. El escritor Héctor Abad, desde la distancia que le da ser de un país como Colombia, lo dice claramente: “Europa no es un error ni una basura. Comete muchos fallos y debe reformarse. El mundo nunca será un paraíso, pero el logro de mantener unidas a las naciones europeas durante los últimos sesenta años, así como la cooperación basada en la solidaridad es, por el momento, el experimento del planeta que ha llegado más lejos y cuyo resultado dista más del infierno”.

Hasta ahora. Ahora el nacionalismo vuelve a resurgir, y no sólo en Gran Bretaña (perdón, quitemos lo de grande y dejémoslo en Inglaterra), sino por todas partes. Hasta hace poco, la política europea era percibida como aburrida; ahora, como bien señala Yanis Varoufakis, ha vuelto la pasión, pero es la pasión del odio, del miope y miserable sentimiento nacional, del egoísmo patrio, del miedo. Es una pasión que, dice él, “aviva la misantropía” y frente a la cual hay que albergar la “pasión por el beneficio del humanismo”.


Por eso lanzo este ¡viva Europa!, porque quienes, con tanta pasión se oponen al proyecto europeo son, en el fondo, aliados de quienes lo dirigen: son, por un lado, la Troika Global al mando de una comunidad que están destruyendo en pro de su avaricia neoliberal; menoscabando la democracia, desintegrando la unidad europea y provocando la muerte ecológica de la tierra y la real del resto de la humanidad para que todo siga igual, para que los beneficios de los más beneficiados sigan creciendo a costa de nuestro presente y de su propio futuro; y, por otra, la Internacional Nacionalista que desprecia todo el terreno conquistado en los últimos decenios en cuanto a valores éticos como la paz, la solidaridad o la justicia social universal. Aunque ambos bandos parecen enemigos, en el fondo pretenden lo mismo y, emparedados entre ambos, si no se levanta una izquierda europea que defienda con pasión un cambio revolucionario y avive la esperanza de la ciudadanía, estamos abocados a volver a vivir una Era de oscuridad.


miércoles, 8 de febrero de 2017

¡A la Plaza del Grano!


Pasé tantas horas jugando en ella que, cuando estaba en casa, me preguntaba qué pasaría allí, quiénes ocuparían mi lugar, qué clase de personas pisarían esas piedras cuando los niños estábamos en casa haciendo los deberes o durmiendo. Desde mi balcón apenas podía verla, al final del atrio de la iglesia del Mercado, a pesar de que me asomaba por las contraventanas como una amante celosa. Esa plaza era un mundo. Mi mundo. En ella estaba el placer de correr, saltar a la comba y jugar al corro y a voltear cromos sentada en un escaño; y acechaba el peligro en la calle de las escalerillas, donde las monjas nos decían que vivían las brujas (yo suponía que por eso solía estar custodiada por una fila de soldaditos). En ella conocí la amistad y la libertad, una libertad redonda.
Muchos años después volví allí para inaugurar mi edad adulta, compartiendo techo con el gran amor de mi vida. Y esos primeros años de amor eran también redondos, estremecidos por tormentas de verano pero bellos como los falampos de la nieve cubriendo los guijarros y las hojas plateadas de los álamos en primavera.

Por aquel entonces, la plaza estaba en obras. Unos afanosos obreros recolocaron las piedras y arreglaron la fuente que ponía la banda sonora de ese rincón dormido en el tiempo. Colocaron después unos pivotes de piedra para impedir que los coches entraran y estropearan el pavimento, pero apenas duraron unos días. Los coches entraban cada día y cada noche, hundiendo el antiguo empedrado. Los críos cegaron la fuente y ya nadie la volvió a arreglar, provocando que el agua se desbordara y se desprendieran las piedras de su entorno. Yo hacía fotos desde mi balcón a los coches, incluidos los de la Policía, que desafiaban la prohibición y la sensibilidad cívica, y con ellas me dirigí a varios concejales, pidiendo que, por favor, repusieran los pivotes que impedían la entrada de vehículos y ejercieran cierta vigilancia. Uno de ellos, leonesista, me contestó que, puesto que la obra la había hecho la Junta de Castilla y León, allá ellos si se les estropeaba.
El día que cumplí treinta años saqué la conversación entre mi pequeño grupo de invitados y uno de ellos, Francisco Azconegui, que entonces dirigía la Escuela de Restauración, decidió hacerse cargo personalmente de la protección de la plaza. Hizo unos preciosos espigones de hierro forjado que volvieron a cerrar las entradas "y éstos, te lo aseguro, no podrá romperlos nadie". Pero pudieron: el propio Ayuntamiento se encargó de arrancarlos, no sin esfuerzo, para el paso de una procesión de Semana Santa y ya no los repuso.
Y ahora toca hacer una confesión. Desesperada al ver cada día el deterioro de esa plaza única, me dediqué, durante algún tiempo, a bajar a horas intempestivas de la noche para poner en los coches aparcados notas amenazadoras que firmaba "Mano Negra". Pido perdón a las víctimas por asustarlas, pero lo cierto es que mis malas artes funcionaron y reconozco que me sentí como una especie de dama andante.
Poco después, me fuí de León. Mi vida dio muchas vueltas en círculos y espirales en cuyo centro siempre estuvo esa plaza, la de mi infancia y la de mi segunda y verdadera vida, la que allí empecé a compartir con quien ha ocupado y ocupará siempre mi corazón.
Yo, pues, he sido vecina de la plaza, como lo era mi abuela, que la recorría con su pata de palo. Comprendo a los vecinos que se quejan de la incomodidad, como en su momento algunos se quejaban de las ramas de los árboles, pero a nadie se le ocurre sustituir las escalerillas de una calle por una escalera mecánica para hacerla accesible o talar los árboles de los parques para evitar el polen a los alérgicos. Es una cuestión de prioridades y lo funcional no puede estar por encima de la historia o, incluso, de la belleza; no, a menos que queramos convertirnos todos en ciudadanos funcionales viviendo en ciudades uniformes una vida aséptica, en un "mundo feliz" despersonalizado en el que todos tendremos una vida tan cómoda como invivible.