Lo que le reprocho es que no aclare un poco más los términos utilizados como justificación. A saber: dice León de la Riva que los mendigos hacen pintadas (¿andan pidiendo dinero y se lo gastan en esprays de pintura?) y ruidos excesivos, que no me lo explico a no ser que se refiera a los que tocan algún instrumento musical, lo cual suele denominarse más bien música. Por cierto que espero que cunda el ejemplo en León y el alcalde prohiba los ensayos callejeros que, durante todo el año, hacen las bandas de Semana Santa, no sólo por resultar, éste sí, un ruido excesivo sino, además, inútil, porque ya me contarán si hace falta un año entero de ensayos para aprender a tocar dos melodías de tambor y corneta. Respecto a lo único salvable en la ordenanza, la prohibición de utilizar a niños para la mendicidad, debiera saber el alcalde que eso ya es ilegal, como no podría ser menos.
Y aquí no me resisto a incluir un pequeño relato, "Café y leche", que en su día escribí sobre una historia absolutamente real que me pasó hace unos años.
Tenía once o doce años, el pelo de color pajizo; una cazadora de algodón, más que insuficiente para afrontar el frío de noviembre, bastante sucia, y unos ojos pardos que conservaban la mirada limpia de la infancia. Valoré esa mirada, pues era evidente que debía librar una dura batalla contra la madurez que impone el mal trato de la vida.
Cuando él atravesó la puerta de la cafetería, yo estaba sentada en una mesa junto a la cristalera, pegada al sol de media mañana y apurando café y cigarrillos. Esperaba al gerente de una empresa de publicidad que iba a ofrecerme un trabajo que me rescataría del limbo del paro en el que llevaba más de dos años; o, al menos, en eso confiaba yo. Se estaba retrasando, así que lo último que yo necesitaba era la compañía de un niño mendigo.
Tenía malas experiencias al respecto. En una ocasión, dos rumanas a las que di cinco euros me persiguieron literalmente por la calle pidiéndome otros quince, hasta que alcancé un taxi en el que distanciarme; y otro que, al parecer, tenía que viajar a no sé dónde para conseguir un trabajo, se me pegó durante veinte minutos en una parada de autobús hasta que le di los veinte euros que llevaba, sólo por quitármelo de encima. Ahora no podía permitírmelo. La cuenta estaba en números rojos y el crédito de la tarjeta iba a agotarse en cualquier momento. Así que, cuando el crío entró, hice lo mismo que los demás clientes: mirar hacia otro lado e intentar pasar desapercibida.
Me concentré en la lectura del único periódico que había encontrado libre: un deportivo que no me interesaba lo más mínimo. En la mesa de al lado, una pareja también había reparado en él. “Agarra el bolso –le dijo el hombre a su compañera-, que estos extranjeros es a por lo que vienen”.
El niño, mientras tanto, se había detenido a unos pasos de la puerta y miraba a su alrededor sopesando a cuál de las figuras, natural o fingidamente ausentes, acercarse. “Qué no sea a mí”, parecíamos pensar todos. Pero antes de que se decidiera, un camarero lo interceptó, agarrándolo por un brazo y empujándolo hacia la puerta. El crío intentó esquivarle, pero el camarero se mostró rotundo: “Aquí no vuelvas a entrar. No se te ocurra molestar a los clientes”.
Sin pensarlo, alcé la mano haciendo un gesto hacia el camarero. “Oiga –dije levantando la voz-, ese muchacho es mi invitado. Déjelo en paz y tráigale a mi mesa lo que le pida”. Ambos me miraron con igual gesto de sorpresa; yo también me había sorprendido a mi misma. Tímidamente, el muchacho se acercó y me preguntó si de verdad podía pedirse un vaso de leche. “Un vaso grande de leche y un par de bollos”, ordené al camarero, que me miraba con una mezcla de reproche y conmiseración.
Mientras devoraba su desayuno, yo me preguntaba qué haría cuando se presentara mi cita, pero al mismo tiempo no podía apartar los ojos del chico. Observé que tenía las manos enrojecidas y ásperas, algunas espinillas que anunciaban la cercana adolescencia, largas pestañas. Bajo la estrecha cazadora, cerrada hasta el cuello, no se adivinaba otra ropa. Él también me miró y me dedicó una sonrisa tan alegre que casi me hizo reír.
“¿De dónde eres?, le pregunté. Me respondió que era portugués y vivía con su familia en una vieja caravana que habían aparcado a las afueras de la ciudad. “Ahora venimos del Bierzo, de recoger castañas”, concluyó.
Evité hacerle más preguntas, temiendo que se sintiera obligado a contestarlas sin tener ganas, máxime cuando era evidente que le costaba bastante expresarse en español.
Miré el reloj. Mi cita no vendría ya. Él, que ya se había terminado la leche y uno de los dos suizos, malinterpretó el gesto: “Ya me voy –dijo-, éste otro bollo me lo llevo para luego. Muchas gracias”. “De nada, que tengas suerte”, le contesté, y deseé realmente que la tuviera.
Yo me fui poco después de él, decepcionada por la esperanza de trabajo que se esfumaba, pero también por no haber aprovechado la ocasión para charlar un poco más con mi inesperado invitado.
La ocasión se presentaría unas semanas después, y tampoco la aproveché. Ese día era algo más tarde y me encontraba en la misma cafetería, creo que incluso en la misma mesa. No pensaba en el niño portugués, sino en que había olvidado pasar por el cajero, así que, aunque me apetecía una tostada, decidí conformarme con el café, por si acaso no llevaba suficiente dinero.
Estaba terminando de tomármelo cuando él apareció, con la misma cazadora sucia y la misma mirada limpia. Nada más verme, me dirigió una de sus amplias sonrisas y se acercó a mi mesa. “Lo siento –le dije sintiéndome mal, ante la posibilidad de que creyera que estaba rechazándole-, hoy no puedo invitarte a nada porque he olvidado pasar por el cajero y temo no tener suficiente ni para mi café. Lo siento de verdad”. Él no se mostró en absoluto enojado y si se sentía decepcionado, tampoco lo demostró. Me hubiera gustado charlar otro poco con él, preguntarle, al menos, su nombre, pero me resultaba incómodo entretenerle mientras yo tomaba un café y él no tomaba nada, así que apuré la taza, mientras él se dirigía al fondo de la cafetería. Fugazmente, vi que hablaba con un camarero. Debió salir, o ser expulsado, por la puerta que se encuentra en ese extremo porque, cuando me levanté de la mesa, ya no estaba. Abrí la cartera y conté las monedas; sí, tenía para el café, pero no lo hubiera tenido para la tostada. No hubiera sido la primera vez que mi mala cabeza me llevaba a esas bochornosas situaciones. El camarero que me había servido se dirigía a otra mesa, bandeja en mano, y lo abordé por el camino, con el dinero en la mano.
-Ah, no, señorita. Su café ya está pagado -me dijo mientras me mostraba en su mano un buen montón de calderilla.