miércoles, 23 de octubre de 2019

¡A mover el esqueleto!


Mañana sale el dictador de su faraónico mausoleo y, desde luego, lo celebraré, aunque de forma algo más ostentosa que la celebración de su muerte. Aún recuerdo la euforia contenida cuando en el colegio nos mandaron a todas para casa porque había muerto el Generalísimo. Me fuí directamente al Barrio Húmedo, donde encontré rápidamente a algunos amigos con los que festejar el fin del dictador. Los bares se habían llenado de gente que bebía champán y todos nos sonreíamos, aún sin conocernos, con silenciosa complicidad. Después, en casa, dedicamos la tarde a escuchar los discos de Quilapayún, Paco Ibáñez, Víctor Jara... con las ventanas bien cerradas y el volumen bajo, por supuesto. Ese día había más miedo que nunca, pero, por fin, después de que la Caja de Pandora escupiera todos los males, veíamos a Elpis, el espíritu de la esperanza, en el fondo de esa tinaja oscura.

Aunque pasé por una detención y algunos golpes, yo sólo tenía quince años cuando murió Franco y, en mi precoz activismo antifascista, no viví la historia de torturas, cárcel y fusilamientos que tantas víctimas dejaron esos cuarenta años, pero sentí en mis huesos lo que era la dictadura en ese oxímoron de la alegría sin hablar, como el de cantar a coro, pero en voz baja, el himno de Labordeta -"Habrá un día en que todos, al levantar la vista, veremos una tierra que ponga libertad"- cuando me reunía con mis camaradas. Como lo sintió mi madre, que nació con la Guerra Civil, cuando, al ir a votar en las primeras Elecciones democráticas, me dijo, con enorme tristeza: "¡Qué duro es llegar a los 40 años y descubrir que te han estado mintiendo durante toda tu vida".

No, no hay un resentimiento personal contra el franquismo. De hecho, mi padre me enseñó que lo importante es la bondad y que ésta puede estar en el corazón de cualquiera al margen de su ideología. Él, cargado en una camioneta para ser fusilado sin motivos ni explicaciones, por un grupo de matones falangistas, fue salvado en el último momento por un alcalde franquista que se enfrentó a los suyos afirmando que no consentiría que se matara a una buena persona. No hay un resentimiento personal, pero el monumento del Valle de los Caídos es una afrenta a todas las víctimas: no sólo a quienes fueron encarcelados y asesinados (o, como mi padre, estuvieron a punto de serlo), sino también a los engañados, como mi madre, o a quienes crecimos cantando en voz baja.

Mientras veo el especial de El Intermedio, brindaré por la exhumación de Franco de su mausoleo y, ojalá, de las mentalidades.