domingo, 16 de diciembre de 2012

Miravalles


Hoy hace nueve meses que te fuiste, José Luis, el tiempo para crear una nueva vida, así que cedo tu sitio a quien creó la mía y me dejó hace tres meses. Y como fue poco aficionada a la poesía, pero quien llenó mi infancia de cuentos, he aquí uno para mamá, la mujer que consiguió el milagro de cocinar las migajas de  cariño que recibió en una fuente inagotable de amor incondicional con el que nos alimentó a toda su familia.


Las cigüeñas ya habían regresado y la primavera se anunciaba también en el intenso verdor de la joven hierba henchida de nieve y salpicada ya de amarillo por algunos brotes de narcisos. El frío, sin embargo, seguía siendo intenso. A estas alturas del año, yo sentía que ese frío formaba ya parte de mí; llevaba en los huesos las heladas de muchas noches de invierno en el dormitorio con corredor al que apenas subía el calor de la cocina, de innumerables horas en el monte cuidando de las ovejas o las cabras, de pies mojados dentro de los zuecos. Pero el sol tibio de ese día ofrecía una esperanza.
Había salido de casa de mañana, envuelta en la toquilla que me hizo madre con esa lana basta que tanto me picaba en la piel. Subí las peñas con el rebaño y pasé la mañana adormilada y de mal humor, hasta que mi hermana Basi me llevó la comida y pudimos jugar un rato juntas a pica y escondite. En las horas del sesteo estuve haciendo canalillos en el arroyo, comiditas con hierbas frescas, corralitos y caminos de palitos para mis muñecas de miga de pan y, antes que el atardecer, llegó el duro frío del monte. Entonces ya no hice nada más. Me senté en la peña y me puse a esperar que cayera la tarde y pudiera regresar con las ovejas al pueblo. Si llegaba demasiado pronto, se enfadarían conmigo, así que me senté en el alto donde se juntaban los valles y las casas quedaban a un sólo recodo, aguardando como el corredor en la línea de salida.
Con la misma prisa que yo aguardaba la vuelta al brasero y la cena, empezó a caer la lluvia, fría y dura. Me peinó las greñas y empapó la ropa en pocos minutos, pero el sol no tenía la misma prisa y seguía sujetándose, blanquecino, sobre la línea del monte.
Entonces le vi venir, tan alto y con la larga capa cayéndole desde los hombros. "Aún es pronto para recogerse", murmuró, y se sentó a mi lado. Traía un poco de pan y queso. Comimos en silencio. Padre no hablaba mucho en casa, aunque creo que con los hombres era muy charlador y hasta divertido. Tenía muchas historias de cuando estuvo en América de emigrante, pero solía ser madre quien nos las contaba, mezcladas con cuentos, chismes y amargura, después de la cena; eran historias que siempre terminaban mal. También tenía padre mal carácter en casa y bueno fuera, porque cuando se enfadaba con nosotras o con el burro, daba miedo de los gritos y palos que daba, pero los vecinos le llamaban siempre que tenían conflictos para que él razonase y pusiese orden. Todos decían que era cabal, honrado y generoso.
Yo quería mucho a padre, aunque le temiera, y me sentí orgullosa de él cuando intentó salvar la vida de un rojo al que pillaron escondido en el bosque, aunque el pobre hombre, acorralado, terminara matándose antes de que padre llegara, corriendo sudoroso monte arriba, para detener la furia de los perseguidores. Esa noche, sentado junto al fuego de la cocina, se sujetó la cabeza con las manos y lloró. Lo vimos todos, pero ninguno dijimos nada; sólo le miramos, sorprendidos y con ganas también de llorar.
Aquella mañana de marzo, parecía muy lejano el llanto de esa noche tan negra. Aunque nunca sonreía, yo notaba que padre estaba contento. Había un silencio tan profundo que parecía música. El sol estaba a punto de esconderse y todo estaba como en suspenso. Desde la peña, los dos, ensimismados, lo veíamos todo como si fuese un escenario en el que un pintor aún siguiera mezclando los colores: abajo, el arroyo que iba pasando de azul a gris, la ladera que ahora tenía todos los tonos de verde, las ovejas de lana amarillenta, el cielo anaranjado y violeta… Un ruiseñor comenzó su concierto nocturno.
Una ráfaga de viento frío nos arrojó la lluvia a la cara. Padre se volvió hacia mí, con los ojos brillantes. Se abrió la gruesa capa y me envolvió con ella los hombros. De pronto, noté el calor de su cuerpo, como cuando, muy chiquitina, me metía en la cama las noches de tormenta y me pegaba a madre, aunque siempre me echaban a los pocos minutos. Nunca me había sentido tan cerca de mi padre, y cerré los ojos de puro gusto. Entonces él me puso su enorme mano en una mejilla, como sujetándome la cara, y me besó en la otra. Fue la primera vez y la última. Ese beso fue el amor de toda una vida concentrado en un instante, el recuerdo más feliz que tengo de mi infancia y el motivo, hija mía, por el que te he traído aquí, al Alto de Miravalles, para pedirte que esparzas mis cenizas en este lugar, porque cuando se me acabe la vida, me gustaría volver, con el beso de despedida que tú me des, al lugar en el recibí el único beso de mi infancia.